Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, una recensión es una reseña de una obra literaria o científica, entendiendo por tal su noticia y examen. Pues bien, el trabajo del que doy noticia en estas páginas es el libro de los ilustres profesores de Derecho Administrativo de la Universidad de A Coruña J. Rodríguez-Arana y A. Fernández Carballal, publicado por Tirant Lo Blanch y el Instituto Nacional de Administración Pública en noviembre de 2018, editoriales que nos hace indiciariamente vislumbrar la calidad del trabajo que presentamos.
Para mí es un auténtico privilegio presentar esta obra, y ello por un doble motivo. En primer lugar, por tratarse del primer número de la Revista Española de Derecho Administrativo Iberoamericano, un proyecto en el que se han embarco los autores del Trabajo, y del que muy generosamente –como es habitual por su parte- nos han hecho partícipes a muchos colegas universitarios, entre los que tengo la fortuna de encontrarme. Un proyecto al que deseamos toda la suerte del mundo por ser tan necesario por contribuir un poco más a la aproximación entre España e Iberoamérica, y a lo que el profesor Rodríguez-Arana dedica de forma ejemplar tanto empeño, con gran éxito, dicho sea de paso.
En segundo lugar, mi fortuna se debe también al disfrute de haber leído un Libro confluyen dos líneas de trabajo a las que han dedicado mucho esfuerzo los autores, y en las que también he centrado yo mismo gran parte de mi trayectoria profesional.
Por lo que respecta al profesor Rodríguez-Arana, la dedicación en esta ocasión a la buena Administración del urbanismo es natural, por haber trabajado prolíficamente este derecho fundamental- que lo es conforme al artículo 41 de la Carta de Derecho Fundamentales de la Unión Europea-.
De esta manera, por citar algunos de sus múltiples trabajos, el mencionado profesor publicaba en el año 2006 su libro El buen gobierno y la buena administración de instituciones públicas [Cizur Menor (Navarra), Thomson-Aranzadi]. En el año 2008 la Revista de Derecho Público nº 113, publicaba su trabajo “El derecho fundamental al buen gobierno y a la buena administración de instituciones públicas”. Y en el año 2010 veía la luz el artículo “El derecho fundamental a la buena administración en la Constitución española y en la Unión Europea”, publicado en la Revista galega de administración pública nº 40.
El derecho a la buena administración ha sido trabajado también por el profesor Rodríguez-Arana desde una perspectiva sectorial; así en el año 2011 salía publicado en la Revista Jurídica de Canarias nº 20, su artículo “La buena administración y el buen Gobierno del litoral en Europa: especial referencia a la gestión integrada de las zonas costeras (GIZC)”
Finalmente, el trabajo más reciente que conocemos del Profesor Rodríguez-Arana sobre la buena administración es también sectorial, al centrarse en el ámbito de la contratación pública “mención especial a la fase de ejecución del contrato”, que publicó junto su discípulo José Ignacio Herce Maza en la Revista del Gabinete Jurídico de Castilla-La Mancha, Nº. Extra 1, 2019 (Ejemplar dedicado a: Un año de compra pública con la LCSP).
Por lo que respecta a la profesora Fernández Carballal, su carrera académica ha estado volcada desde su inicio en el mundo urbanístico; en el año 1999 defendió su tesis doctoral en la Universidad de A Coruña El régimen competencial del urbanismo en España, dirigida por el tan querido profesor Meilán Gil. Transcurridos veinte años desde entonces su autoridad en la materia es incuestionable.
Entre sus múltiples trabajos, que denotan que estamos ante una urbanista de raza, nos permitimos mencionar sus libros Derecho urbanístico de Galicia (Civitas, 2003) y El decoro urbanístico en Galicia, editado por la Escola Galega de Administración Pública en el año 2006. O sus trabajos “La ejecución de los sistemas generales y dotaciones públicas”, publicado en 2004 en el libro colectivo Derecho urbanístico de Galicia, y la “Calificación urbanística y racionalidad: a propósito de la nueva ciudad deportiva del Real Madrid, club de fútbol” Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña nº 5, año 2001.
Pero además es que es una experta con elevada sensibilidad y preocupación por las necesidades colectivas, lo que no es frecuente en este ámbito sectorial. Así, por ejemplo, la Revista galega de administración pública, publicaba en su nº38 (2004), el trabajo “A conservación do patrimonio urbanístico-arquitectónico”.
En fin, en el mismo año 2018 en que fue publicado el libro que reseñamos, la profesora Fernández Carballal publicó el trabajo “La modulación del principio de culpabilidad en el Derecho urbanístico sancionador español. Una consecuencia del deber social de conservación” (Revista de derecho urbanístico y medio ambiente, Año nº 52, nº 325). Y ya en el año 2019, cabe destacar que ha visto la luz el libro colectivo codirigido junto al profesor Fco. Javier Sanz Larruga, Derecho urbanístico de Galicia: En homenaje al Profesor José Luis Meilán Gil, Tirant lo Blanch.
Además, en el excelente libro colectivo publicado por el Instituto Nacional de Administración Pública en el que diversos profesores tratamos de homenajear el XXV aniversario del acceso a la Cátedra del Profesor Jaime Rodríguez-Arana Muñoz, Los desafíos del derecho público en el siglo XXI, (dirigido por los profesores I. Del Guayo Castiella y la propia Fernández Carbajal), publicaba esta profesora “La conservación iuspublicista del patrimonio inmueble como categoría administrativa. Una manifestación de la protección jurídica de la estética”.
II. Una síntesis reduccionista del trabajo [arriba]
Como indicábamos, tanta dedicación y esfuerzo concurren en el libro que presentamos, en la que ambos profesores se esfuerzan encomiablemente en argumentar acerca de los principios de la buena Administración Pública y cómo debe ejecutarse en el ámbito de la política urbanística a través de los distintos instrumentos a disposición de los poderes públicos para hacer aquélla efectiva.
El profesor Rodríguez-Arana ya se ha ocupado del urbanismo en su trayectoria académica con anterioridad (“El marco constitucional del urbanismo en España Revista Aragonesa de Administración Pública” nº 32, 2008; “Ética y urbanismo”, en Práctica urbanística: nº 61, 2007), argumentando ahora la aplicación de la Buena Administración en este ámbito.
El título del libro no es por ello casual, pues en él figura claramente diferenciado, de un lado, el armazón conceptual de la Buena Administración y, de otro lado, reflexionan y exponen cómo se aplica en instituciones urbanísticas concretas, en cada uno de los tres ámbitos que tradicionalmente han sido diferenciados: planificación, gestión y disciplina urbanística.
Por lo que respecta a la noción de la Buena Administración y su aplicación general en el ámbito urbanístico, señalan los autores que se alza no sólo como principio de la actuación administrativa en el marco de un Estado de Derecho, sino como auténtico derecho fundamental de los ciudadanos a consecuencia de la centralidad de la dignidad humana en el Estado Social. De esta manera, el urbanismo como función pública que es, está imbricada necesariamente con la Buena Administración y, por ello, ha de administrarse y gestionarse para que las personas vivan en mejores condiciones y puedan realizarse libre y solidariamente.
Desde esta óptica la Buena Administración del urbanismo tendría su reflejo y expresión en el derecho de los ciudadanos a la ciudad, que supone no únicamente el acceso a servicios básicos esenciales sino además su adecuada gestión pública, debiendo garantizarse a estos efectos, entre otros elementos, la transparencia, motivación de las decisiones o la participación ciudadana.
El derecho de los ciudadanos a la ciudad estaría así vinculado, de un lado, al acceso a servicios esenciales que garantizan en última instancia la dignidad de las personas, y de otro lado a postulados constitucionales básicos elementales que disciplinan la actividad de la Administración. Como indica el profesor Rodríguez-Arana (Discrecionalidad y motivación del acto administrativo en la ley española de procedimiento administrativo, Derecho PUCP: Revista de la Facultad de Derecho nº. 67, 2011, págs. 207-229), la actuación objetiva y por tanto no arbitraria de la Administración, su respuesta en plazo razonable a la demanda de condiciones de vida de los ciudadanos constituye una obligación de los poderes públicos, pero también un derecho fundamental para los propios ciudadanos
Desde esta óptica, la centralidad de la persona, la racionalidad de la actuación administrativa, la garantía de participación ciudadana, la vinculación ética de las políticas públicas y la sensibilidad social y responsabilidad solidaria, constituyen presupuestos necesarios de la Buena Administración en la función pública urbanística y, en definitiva, el derecho a la ciudad como fin específico en los nuevos modelos de políticas urbanas.
Este derecho a la ciudad consistiría así, siguiendo a LEFEBVRE (1968) en la generación de espacios habitables de convivencia a escala local, que garanticen el desarrollo individual y colectivo, la cohesión social y la identidad cultural y, además, añaden los autores, con indiferencia de si se trata el ámbito estrictamente urbano o rural, pues el urbanismo en cuanto función pública que es debe ser exigible y ejecutable con indiferencia del lugar del asentamiento poblacional.
No obstante, a su juicio, la consecución de esa meta no puede corresponder únicamente a la Administración Pública, sino que debe exigirse un esfuerzo de corresponsabilidad social de los ciudadanos, de modo que si ellos reciben beneficios de la acción administrativa, también deben estar sometidos a obligaciones, comenzando por el estatuto básico de la propiedad que garantiza su concepción social y las obligaciones subsiguientes. Ese esfuerzo mutuo sería, además, el único medio de garantizar auténticas Green Cities, cuyas exigencias impondría la colaboración pública privada.
Todas estas ideas, son desarrolladas in extenso en el libro que presentamos, y posteriormente analizadas en cada uno de los tradicionales ámbitos urbanísticos, en los que se concretan los distintos valores constitucionales del Estado Social y Democrático de Derecho, y que exige la racionalidad de la actuación administrativa, asociada a la ética, libertad y solidaridad de los ciudadanos, conformando así un urbanismo plural, abierto, dinámico y participativo, que es la única forma de conformar el auténtico interés general al que deben servir las distintas Administraciones Públicas.
A partir de la página 119 se desarrollan las realidades concretas de la planificación, gestión y disciplina urbanísticas. Observan así los autores la necesidad de efectuar un cambio para garantizar la racionalidad y equilibrio de las decisiones adoptadas; una exigencia plasmada en la necesidad de motivar las decisiones adoptadas que se plasmaría en la Memoria de los instrumentos de planeamiento, y que los autores concretan en el régimen jurídico de la catalogación de inmuebles protegidos, y desde luego en la participación ciudadana, si bien debidamente acotada, esto es, para evitar la producción de excesos por ejemplo a la hora de emplear la acción pública urbanística.
Y es que sin duda alguna así es.
La complejidad vigente de la acción administrativa y las cada vez más amplias facultades de las Administraciones Públicas obliga a poner en juego técnicas avanzadas de autocomposición del interés general, que garanticen su correcta identificación, así como de control sobre ellas; desde luego a partir de su debida motivación para evitar la incursión en arbitrariedad (artículo 9.3 CE) y la desviación de poder (artículo 106 CE), pero también aumentando la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones no solo políticas sino también administrativas, algo cada vez más demandado, al igual que su control real en sede democrática y jurisdiccional.
La jurisprudencia pone de manifiesto la necesidad de reforzar los instrumentos de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, ex artículo 23.1 CE.
Esta participación es distinta del derecho de contradicción y defensa de los interesados en los procedimientos administrativos, por lo demás suficientemente garantizada desde la propia legislación. Respecto esta participación existe una sólida jurisprudencia que rechaza un planteamiento puramente formal y que defiende la necesaria contradicción para la defensa de los intereses respectivos. Señala así la Sentencia de 7 de marzo de 1983, Ponente Excmo. Sr. Manuel Gordillo García: “(…) la audiencia de los interesados en el expediente administrativo no es considerada por nuestro ordenamiento como un rito formal y solemne cuya omisión provoque automáticamente la nulidad de la resolución adoptada, sino como trámite instrumental cuya finalidad es posibilitar a los afectados por cualquier expediente administrativo la introducción en el mismo de cuantos elementos estimen pertinentes para su más adecuada resolución, por lo cual, como declara la S. de 10 junio 1974, la jurisprudencia no contempla los supuestos de modo unánime empleando un rigor formalista que sería desaconsejable sino que examina las circunstancias del caso en orden a evitar que se produzca indefensión (…)”.
La participación de los interesados viene facilitada por el adelanto tecnológico, que ha cambiado por completo las relaciones entre las Administraciones Públicos y ciudadanos, como evidencia la Ley Nº 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos. Obviamente el cambio es consecuencia de las bases jurídicas que asientan dichas relaciones gracias a la Constitución, la legislación aprobada tras ellas y el esfuerzo jurisprudencial y doctrinal realizado. Igualmente ha contribuido a ese cambio otros cambios instrumentales junto al tecnológico, como la racionalización de la organización administrativa o las nuevas técnicas en materia de recursos humanos.
Toda esta realidad incide en la eficacia y agilidad de la actividad administrativa, pero también contribuye a aproximar a los ciudadanos a la actuación administrativa, reforzando, materialmente, el derecho de participación en los asuntos públicos, la defensa de intereses individuales y colectivos, y en definitiva una mejor precisión de los elementos de interés público a defender.
En este contexto a los ciudadanos no les basta con participar como interesados en el procedimiento administrativo ex artículo 105 CE, e incluso tampoco bajo el limitado planteamiento actual de los periodos de información pública. El individuo medio actual ya no se siente ignorante frente a una Administración ilustrada de carácter paternalista, y ni siquiera ocasionalmente siente la necesidad de integrarse en otros grupos para la defensa de sus intereses. Una sociedad tecnológicamente avanzada ha multiplicado la canalización de información hacia los ciudadanos, incluso con sobreabundancia, y consiguientemente ha mejorado su formación, conocimiento e interés en los asuntos públicos.
Existe así un auténtico clamor social para conocer y participar más y mejor en la toma de decisiones públicas. Se exige más conocimiento de la actuación política pero también de la administrativa. La Ley Nº 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno trata de responder a este reto, al contemplar el acceso del público a un gran caudal de información administrativa.
En correspondencia con este planteamiento también se reclama la legitimación para acudir al criterio del juez independiente ante situaciones de ilegalidad; así acontece en el ámbito urbanístico mediante el reconocimiento de la acción pública (artículo 48 del Texto refundido de la Ley de suelo, aprobado mediante Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio). Esta técnica se va incorporando paulatinamente a otros ámbitos sectoriales, si bien tímidamente como suceden en el ámbito ambiental; en este sentido, la 27/2006, de 18 de julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información, de participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente legitima dicha acción únicamente para entidades de defensa ambiental, con antigüedad suficiente y acción precisa en el entorno territorial donde se hubiera producido un daño de esa naturaleza.
Con todo el debate planteado no tiene visos de inclinarse hacia una más y mejor participación directa de los ciudadanos, incluso a pesar de las posibilidades que ofrece el escenario tecnológico. La jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo sigue la del propio Tribunal Constitucional en la materia, como no podía ser de otro modo, que es de momento considerablemente restrictiva respecto el derecho fundamental contenido en el artículo 23.1 CE incluso en sede política, por lo que cuanto más en sede administrativa; en este sentido la STS de 22 noviembre 2004 señala:
“Por otra parte, pretender que el derecho fundamental de los ciudadanos a participar directamente en los asuntos públicos se ve vulnerado porque no se convoque en un momento determinado, en el marco de un procedimiento concreto, a un Consejo Sectorial Municipal cuyo cometido es informar sobre las necesidades existentes en materia de vivienda, supone extenderlo más allá de los confines que le son propios. En este sentido, hay que tener presente que el Tribunal Constitucional ha precisado en su Sentencia 63/1987, fundamento jurídico quinto, que «la participación directa que en los asuntos públicos ha de corresponder a los ciudadanos es la que se alcanza a través de las consultas populares previstas en la propia Constitución (artículos 92, 149.1.32, 151.1, 152.2, 167.3 y 168.3)». Y que en la Sentencia 119/1995, fundamento cuarto añadió:
«Fuera del artículo 23 CE quedan cualesquiera otros títulos de participación que, configurados como derechos subjetivos o de otro modo, puedan crearse en el ordenamiento (ATC 942/1985), pues no todo derecho de participación es un derecho fundamental (SSTC 212/1993 y 80/1994). Para que la participación regulada en una Ley pueda considerarse como una concreta manifestación del artículo 23 CE es necesario que se trate de una participación política, es decir, de una manifestación de la soberanía popular, que normalmente se ejerce a través de representantes y que, excepcionalmente, puede ser directamente ejercida por el pueblo, lo que permite concluir que tales derechos se circunscriben al ámbito de la legitimación democrática directa del Estado y de las distintas entidades territoriales que lo integran, quedando fuera otros títulos participativos que derivan, bien de otros derechos fundamentales, bien de normas constitucionales de otra naturaleza, o bien, finalmente, de su reconocimiento legislativo»”.
III. Buena Administración y plenitud de control judicial [arriba]
Junto a las excelentes ideas desarrolladas por los autores, a nuestro juicio habría que añadir a nuestro juicio la necesidad de plenitud de control jurisdiccional sobre toda la actividad administrativa.
El alcance de la jurisdicción contencioso-administrativa no se limita, al contenido del acto emanado de la Administración (STS de 3 de noviembre de 1997, Ponente Excmo Sr. Jesús Ernesto Peces Morate).
No obstante esa posibilidad no puede traducirse en una sustitución de la actividad administrativa discrecional, pues es algo vedado a la Jurisdicción Contenciosa-Administrativa, como es suficiente conocido; el control jurisdiccional se limita entonces a determinados aspectos y cuya paulatina introducción debe agradecerse a la jurisprudencia, esto es, los consignados en el artículo 2.a) de la LJCA: protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes. Así señala el Tribunal Supremo en su Sentencia de 15 diciembre 1986, Ponente Excmo. Sr. Francisco Javier Delgado Barrio:
“La realización efectiva del Estado de Derecho ha determinado el alumbramiento de técnicas que permiten que el control jurisdiccional de la Administración, tan ampliamente dibujado por el art. 106.1 de la Constitución, se extienda incluso a los aspectos discrecionales de las potestades administrativas. Nuestra jurisprudencia ha acogido los logros doctrinales producidos al respecto aplicándolos reiteradamente:
A) En primer lugar, a través del control de los hechos determinantes, que en su existencia y características escapan a toda discrecionalidad: los hechos son tal como la realidad los exterioriza. No le es dado a la Administración inventarlos o desfigurarlos, aunque tenga facultades discrecionales para su valoración.
B) Y, en segundo lugar, mediante la contemplación o enjuiciamiento de la actividad discrecional a la luz de los principios generales del Derecho -art. 1.º,4 del Código Civil- que al informar todo el ordenamiento jurídico y, por tanto, también la norma habilitante que atribuya la potestad discrecional, imponen que la actuación de éste se ajuste a las exigencias de dichos principios -La Administración no está sometida sólo a la ley sino también al Derecho-, art. 103.1 de la Constitución. (FJ2) (…)
El control jurisdiccional sobre la actividad discrecional de la Administración conduce desde luego a la anulación de las calificaciones urbanísticas que resulten incoherentes con las líneas generales del planeamiento o discordantes con la realidad de los hechos. También permite, en ocasiones, establecer directamente la nueva calificación de la zona, pero para ello es preciso que inequívocamente aquellos criterios conduzcan a una única solución coherente.
Cuando son posibles varias soluciones, todas ellas lícitas, únicamente la Administración actuando su potestad discrecional puede decidir al respecto” (FJ 4).
La jurisprudencia ha ido diseccionando el ejercicio de facultades discrecionales por la Administración, para identificarlas adecuadamente y penetrar el control jurisdiccional en aspectos que en puridad pertenecían al ámbito reglado. Esta labor aclaratoria se evidenciado con claridad en una concreta institución jurídica, los conceptos jurídicos indeterminados, así como en el reino de la discrecionalidad: la planificación urbanística.
Respecto los conceptos jurídicos indeterminados señala la STS 23 de octubre de 1987. Ponente. Excmo. Sr. José Garralda Valcárcel:
“La base argumental del recurso de apelación interpuesto por el defensor de la Administración consiste en negar al Tribunal «a quo» competencia para revisar el acierto o desacierto de la actuación del órgano administrativo correspondiente, en orden a la resolución adoptada denegando la solicitud del recurrente, por no implicar ello una actuación contraria a derecho, sino mero uso de sus facultades discrecionales para escoger una entre las alternativas posibles, no viciada de desviación de poder, más a este planteamiento cabe oponer para rebatirlo, que el art. 4.º de la Ley sobre Coordinación de los transportes mecánicos terrestres de 27 de diciembre de 1947 permite la autorización de un transporte por carretera coincidente con el ferrocarril sólo en supuestos excepcionales, entre los que enumera el de que concurra «un destacado interés público» y éste constituye un concepto jurídico indeterminado, que no debe confundirse con los poderes discrecionales, respecto de los que señalan claramente sus diferencias las Sentencias de este Tribunal de 8 de julio y 27 de septiembre de 1985 ( RJ 1985\4932 y RJ 1985\4293), al decir que «a diferencia del acto puramente discrecional, en que la Administración tiene una libertad electiva entre las distintas alternativas que se le presentan, pues todas ellas son igualmente justas, y, por tanto, puede adoptar sin limitación de criterio subjetivo, por el contrario, el concepto jurídico indeterminado es un proceso reglado en el que el Tribunal, habrá de valorar, si tratándose de la interpretación de la norma que ha creado el concepto, la Administración ha adoptado no cualquiera, sino la única de las resoluciones justas que la interpretación permite y que no depende de la voluntad del que interpreta, como ocurriría si de un acto discrecional se tratará»”
Por lo que respecta al ámbito urbanístico la jurisprudencia ha sido quizás algo más vacilante, a la vista de la dificultad de la materia, porque para evitar la sustitución de la Administración por la Jurisdicción se ha acudido al error en los hechos determinantes de la decisión, que cuando se presenta origina la incursión en arbitrariedad, y por tanto la incorrección del interés general al que debe servirse con objetividad. En este sentido es ejemplificativa la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 octubre 1990, Ponente Excmo. Sr. Juan García-Ramos Iturralde, en la que se llega a proponer la posibilidad de que un modelo de diseño de planificación propuesto por el ciudadano supere y sustituya a la Administración Pública siempre que, eso sí, el escogido por esta sea desacorde con la realidad circundante:
“Tiene declarado esta Sala -Sentencias entre otras de 11 de julio y 30 de septiembre de 1987 y 23 de mayo de 1990 que en el planteamiento urbanístico procede distinguir una actividad jurídica o reglada que viene sometida a normas formales y materiales de obligada observancia y acatamiento, y una actividad de oportunidad técnica o discrecional, en la que se elige, entre varias alternativas, una determinada solución de modelo global u orgánico del territorio, siendo condición esencial para el éxito de una pretensión de nulidad del Plan o de algunas de sus determinaciones singularizadas la de que se constate la infracción de una norma legal, o se acredite disconformidad o incongruencia con los hechos determinantes de la decisión, de tal forma que la propuesta del demandante resulte más acorde con los criterios racionales de técnica y oportunidad que deben gobernar el planeamiento urbanístico discrecional. Cuando, por tanto, la decisión planificadora discrecional se concreta en una solución claramente incongruente con la realidad que es su presupuesto inexorable, tal decisión resultará viciada por infringir el ordenamiento jurídico y, más concretamente, el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos que, en lo que ahora importa, aspira a evitar que se traspasen los límites racionales de la discrecionalidad y que se convierta ésta en causa de decisiones administrativas desprovistas de justificación fáctica alguna”.
Finalmente, cabe destacar que dentro de la discrecionalidad administrativa la jurisprudencia distingue la denominada discrecionalidad técnica, como una actividad administrativa de carácter técnico que sirve de apoyatura a la posterior resolución jurídica formal, y cuyo control escapa a la Jurisdicción contencioso-administrativa salvo supuestos extremos en que no exista correspondencia alguna entre los hechos evaluados y el juicio emitido (Sentencia de 29 septiembre 1980. Ponente: Excmo Sr. Eugenio Díaz Eimil):
“Que respecto del primero de dichos problemas, debe tenerse presente la diferencia fundamental que existe entre la pura cuestión técnica que puedan plantearse en un expediente administrativo y en relación con la cual los peritos en la materia aportan sus conocimientos especializados por medio de los informes y dictámenes correspondientes y la cuestión jurídica de la valoración que de éstos haga la Administración en su acuerdo decisorio y sobre tal esencial diferencia considerar que, si bien es cierto en relación con la primera, que a la jurisdicción contenciosa no le compete normalmente entrar a discutir las conclusiones de los técnicos en cuanto que, como tal jurisdicción, carece de conocimientos adecuados que le permitan decidir directamente, sin mediación de aquéllos, en ese campo estrictamente técnico, también lo es que la segunda cuestión citada entraña un proceso o juicio de estimación de naturaleza exclusiva y típicamente jurídica que constituye un supuesto normal de valoración probatoria, cuya revisión cae de lleno en la competencia de esta jurisdicción, ya que no es dable desconocer que la legalidad de la decisión administrativa depende, no sólo de su conformidad con la norma y de su congruencia con el fin público en atención al cual ésta concede la potestad administrativa, sino también de su acierto en la valoración de los hechos determinantes, entre los cuales también están incluidos los de naturaleza técnica, y si esto es así en la teoría general del control judicial del actuar administrativo, mucho más lo será en el específico campo de la aprobación de Planes de Ordenación Urbana en el que las facultades de fiscalización de la Administración Central comprende expresamente, según interpretación jurisprudencial del art. 32 de la Ley del Suelo de 1956 -Ley Nº 41 de su Texto Refundido de 1976-, los dos aspectos de legalidad y técnico que confluyen en toda planificación urbanística y, por consiguiente, el control judicial de dichas facultades administrativas deben concebirse en idénticos términos al no venir configurados en la ley como de carácter discrecional y así lo reconoce la propia administración apelante en su escrito de contestación a la demanda, cuando en el folio 57 vuelto afirma que el citado art. 32 le concede la facultad de examinar el proyecto”
El criterio generalmente aceptado actualmente es, sin embargo, el pleno respeto a los criterios y juicios realizados conforme a criterios puramente técnicos, que no domina ni siquiera el órgano administrativo competente para resolver. Este respeto llega incluso a la imposibilidad de enervar el juicio técnico emitido mediante prueba pericial contradictoria en sede ya jurisdiccional, por no tratarse propiamente de actividad jurídica sino anclada en conocimientos de otra naturaleza que no posee ni siquiera el órgano jurisdiccional (STS 15 de septiembre de 2009, Ponente Excmo. Sr. Antonio Martí García):
La ampliación del margen de actuación de las Administraciones Públicas se ha plasmado tanto en más exigencias de control democrático como jurisdiccional. La lucha contra las inmunidades del poder, como titulara el profesor GARCÍA DE ENTERRÍA su conocidísimo libro cuya primera edición data de 1974, y cuyo origen se remonta a su trabajo de igual título publicado en el año 1962 en el número 38 de la Revista de Administración Pública, ha sido un esfuerzo constante para garantizar el Estado de Derecho en el ámbito jurídico administrativo, para reducir en última instancia los espacios de decisión de las Administraciones Públicas tradicionalmente ajenos al control jurisdiccional.
Históricamente el control de la actuación administrativa se ha plasmado en la actividad jurídica de la Administración, y se ha extendido tanto sobre los procedimientos administrativos como naturalmente los actos en que finalizan. Hasta muy recientemente ese control no se ha extendido sobre la denominada actividad material, real, o técnica o, mejor dicho, únicamente llegaba tras la correspondiente traducción jurídica mediante el correspondiente procedimiento administrativo bien de oficio bien a consecuencia de la presentación formal de una solicitud o reclamación. De este modo, el control jurisdiccional sobre esas actividades se desarrollaba mediante el esquema clásico, esto es, tras la emisión del correspondiente acto finalizador o la ficción de su realización.
Sin embargo, como es sabido, el esfuerzo jurisprudencial y doctrinal posibilitaron el arrumbamiento del carácter revisor de la Jurisdicción, asentado desde la Ley de lo Contencioso-Administrativo de 13 de septiembre de 1888 (ley santamaría de paredes), y que posteriormente continuó bajo la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 27 de diciembre de 1956, si bien fue paulatinamente atemperándose, tal y como meridianamente expone la STS de 17 de septiembre de 1988 (Ar. 1988\7058):
“Subyace en el planteamiento que antecede la cuestión relativa a la naturaleza esencialmente «revisora» del Orden Jurisdiccional Contencioso-Administrativo, naturaleza que, vigente a través de los tiempos, se ha ido acompasando a la realidad sociojurídica de cada momento, y así, frente a la concepción rigorista emanada de los viejos Tribunales Provinciales Contencioso-Administrativos, la vigente Ley reguladora de 27 de diciembre de 1956, declara en su Exposición de Motivos (Apartado II, punto 2, párrafo cuarto) que «La Jurisdicción Contencioso-Administrativa es, por tanto, revisora en cuanto requiere la existencia previa de un acto de la Administración, pero sin que ello signifique -dicho sea a título enunciativo- que sea impertinente la prueba, a pesar de que no exista conformidad en los hechos de la demanda, ni que sea inadmisible aducir en vía contenciosa todo fundamento que no haya sido previamente expuesto ante la Administración». Y, en el momento presente cabe, incluso, una mayor atemperación de tal naturaleza revisora en virtud de lo dispuesto en el art. 11-3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1.º de julio de 1985, en la medida que obliga a todos los Juzgados y Tribunales, de conformidad con el principio de tutela efectiva consagrado en el art. 24 de la Constitución, a resolver siempre sobre las pretensiones que se formulen, que sólo podrán ser desestimadas «por motivos formales cuando el defecto fuese insubsanable o no se subsanare por el procedimiento establecido en las leyes»; lo cual estaba anticipado en la Sentencia de esta Sala de 4 de mayo de 1977, en cuanto establece que el carácter revisor exige que lo sometido a la Jurisdicción «lo hubiere sido previamente ante la Administración, existiendo el correspondiente acto administrativo», ya que la función revisora «no se pierde por el hecho de alegarse ante la misma nuevas pruebas o fundamentos jurídicos, no sustentados en la vía administrativa, ya que lo que tal carácter implica es que no se varíen las pretensiones formuladas en vía administrativa”
La exigencia de acto previo administrativo no fue obviamente el único hito a superar, y así suelen también citarse como obstáculos de control pleno de la actuación administrativa, entre otros muchos, la imposibilidad de alegar en sede jurisdiccional los argumentos no invocados previamente ante la Administración Pública, el principio solve et repete, la prohibición de interdictos o el privilegio ejecutorio de la Administración, hoy superados respecto su concepción originaria. Conforme a la jurisprudencia que encabeza este apartado la STS de 22 octubre 2013 (Excmo. Sr. Diego Córdoba Castroverde) señala:
“El carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa entendido como una jurisdicción que se limita a enjuiciar la legalidad del contenido del acto ha sido superado, pues más allá de la necesidad de la existencia de una actuación administrativa en relación a la cual se deducen las pretensiones procesales, la jurisdicción es plena, de modo que, constatados los requisitos de una situación jurídica individualizada susceptible de tutela, procede reconocerla. De modo que la desestimación de su pretensión en vía administrativa no impide que el tribunal, una vez declarada nula la decisión administrativa, entre a considerar del resto de las pretensiones planteadas y que son consecuencia directa de la primera, aunque estas no llegaran a ser abordadas en vía administrativa. Esta conclusión es armónica con la doctrina del Tribunal Constitucional que se ha pronunciado sobre el carácter pleno de la jurisdicción contencioso-administrativa y la falta de vinculación estricta a los motivos alegados en la vía administrativa ni al contenido concreto de la resolución administrativa si se quiere respetar el derecho a la tutela judicial efectiva” (FJ 4º)
En el mismo sentido, señala la STS 21 de octubre de 2003:
“Según esta Sala ha declarado, entre otras, en Sentencias de 2 de julio (RJ 1994, 6673) y 7 de noviembre de 1994 (RJ 1994, 10353), 20 de enero (RJ 1996, 748) y 6 de febrero de 1996 (RJ 1996, 2038), 27 de febrero (RJ 1999, 3149), 10 de mayo(RJ 1999, 4800), 9 de octubre (RJ 1999, 9798) y 24 de marzo de 2001 (RJ 2001, 4146) y 29 de junio de 2002 (RJ 2002, 7981), la jurisdicción contencioso-administrativa no es meramente revisora sino plena, de manera que basta el hecho de la que Administración haya tenido la oportunidad de pronunciarse sobre el fondo del tema discutido, aunque no lo haya efectuado por razones formales, para que se estime cumplido el principio de contradicción y, en consecuencia, deba el Tribunal resolver el fondo del asunto siempre que existan elementos de juicio suficientes para ello, pues la supuesta naturaleza revisora de esta jurisdicción contencioso-administrativa no puede quedar condicionada por el contenido del acto, objeto de impugnación, ya que, de lo contrario, la Administración podría limitar, obstaculizar o demorar el ejercicio de la acción jurisdiccional, haciendo inaplicable el control que a ésta encomienda el artículo 106 de la Constitución.
La plenitud de este control sobre cualquiera de las formas en que se presenta la actividad administrativa es ya irrevocable en el marco del Estado de Derecho, como a garantía del derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24 CE), y desde luego del sometimiento de la actividad administrativa a la legalidad y a los fines que la justifican (artículo 106.1 CE).
Así lo contempla actualmente la Ley Nº 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, que tras atribuir a este Orden jurisdiccional el conocimiento de “las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones públicas sujeta al Derecho Administrativo” (artículo 1) establece el sometimiento a otros órdenes jurisdiccionales de la actuación de las Administraciones Públicas no sometidas a ese Derecho o que por su singularidad lo estén a jurisdicciones especiales (como la militar) –artículo 3-, sin perjuicio de la extensión jurisdiccional a cuantas cuestiones prejudiciales o incidentales que no pertenezcan al orden administrativo, y se encuentren “directamente relacionadas con un recurso contencioso-administrativo” (artículo 4).
De este modo, en nuestro país se tiende hacia la unidad jurisdiccional en relación con toda la actuación administrativa; pero una unidad de Jurisdicción “al revés” como señala el profesor y Magistrado GONZALEZ PEREZ: así como tradicionalmente cuando se hablaba de unidad de Jurisdicción se estaba pensando en la Jurisdicción común como única para juzgar todos los litigios, ahora se piensa en que sea la Jurisdicción contencioso-administrativa la que conozca de todo litigio en que sea parte la Administración”[2].
Con este ánimo omnicomprensivo, el artículo 25.1 LJCA condensa la actividad administrativa impugnable ante esa Jurisdicción, pudiendo abarcar disposiciones de carácter general, actos expresos y presuntos de la Administración pública que pongan fin a la vía administrativa, así como la inactividad de la Administración y sus actuaciones materiales que constituyan vía de hecho.
Así pues, la plenitud de jurisdicción ha facilitado la introducción del control de la actividad administrativa material, real o técnica de la Administración, si bien ya se indicó al comienzo de este trabajo que el activismo judicial no debiera ser el remedio para garantizar el cumplimiento de las prestaciones que las Administraciones Públicas están obligadas a proporcionar en virtud de disposición legal, so riesgo de subvertir incluso el propio Estado constitucional en relación con las funciones atribuidas a Administración Pública y Jueces y Tribunales. Ahora bien, no hay duda de que la existencia de remedios jurisdiccionales ayuda decisivamente a la eficacia de los derechos de los ciudadanos respecto esas prestaciones. De cualquier modo, el peligro apuntado no tiene visos de materializarse a la luz de la interpretación jurisprudencial de esos indicados remedios de carácter procesal.
En concreto, dispone el artículo 29 de la LJCA: “1. Cuando la Administración, en virtud de una disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud de un acto, contrato o convenio administrativo, esté obligada a realizar una prestación concreta en favor de una o varias personas determinadas, quienes tuvieran derecho a ella pueden reclamar de la Administración el cumplimiento de dicha obligación. Si en el plazo de tres meses desde la fecha de la reclamación, la Administración no hubiera dado cumplimiento a lo solicitado o no hubiera llegado a un acuerdo con los interesados, éstos pueden deducir recurso contencioso-administrativo contra la inactividad de la Administración”.
La Ley continúa exigiendo un acto previo administrativo para acudir a la Jurisdicción contencioso-administrativa, pero fija a su vez el tiempo máximo de silencio administrativo a partir del cual podrá el particular deducir el correspondiente recurso contencioso-administrativo. Por tanto, no es necesario acudir al procedimiento administrativo ordinario para posteriormente recurrir a la Jurisdicción contencioso-administrativa la revisión de la decisión y en su caso el reconocimiento del Derecho. Este resultado puede obtenerse directamente a partir de la denegación expresa o presunta de la prestación solicitada. De este modo se facilita a los ciudadanos la eficacia de las distintas prestaciones legalmente habilitadas en el marco del Estado Social.
Sin embargo, el remedio jurídico no alcanza a cualesquiera situaciones de necesidad, que requieran una atención asistencial o social por parte de los poderes públicos. Únicamente es posible impetrar el artículo 29 LJCA a partir de la desestimación previa de una prestación material que las Administraciones Públicas deban legalmente garantizar. La jurisprudencia tiene así declarado que es necesaria la predeterminación legal de la prestación, entre otros requisitos formales.
Es meridiana en dicho sentido la Sentencia 8 de enero de 2013, Ponente Excmo. Sr. Nicolás Maurandi Guillén, que reproduce a su vez la de STS 24 de julio de 2000:
“Entrando, por eso, en el examen de fondo de la pretensión ejercitada, nuestro punto de partida ha de ser el artículo 29.1 de la Ley de la Jurisdicción de 1998, que es el que delimita cuál puede ser el objeto del proceso dirigido contra la específica inactividad de la Administración que en él se regula y que, indirectamente, marca también la legitimación para accionar acogiéndose a este precepto, pues, entre otras circunstancias, de él se desprende que para obtener éxito en el mismo no es suficiente con ser titular de un interés legítimo, sino que es preciso ostentar un derecho, conforme a los requisitos que en él se ordenan para poder acudir a este remedio jurisdiccional frente a una inactividad administrativa (…)
Prescindiendo ahora del supuesto de los actos, contratos o convenios administrativos como origen de la eventual obligación cuyo cumplimiento puede exigirse acogiéndose al artículo 29-1, puesto que la que aquí se demanda se hace derivar directamente de una disposición general, como lo es un Tratado con contenido normativo, en todo caso lo que no ofrece duda es que para que pueda prosperar la pretensión se necesita que la disposición general invocada sea constitutiva de una obligación con un contenido prestacional concreto y determinado, no necesitado de ulterior especificación y que, además, el titular de la pretensión sea a su vez acreedor de aquella prestación a la que viene obligada la Administración, de modo que no basta con invocar el posible beneficio que para el recurrente implique una actividad concreta de la Administración, lo cual constituye soporte procesal suficiente para pretender frente a cualquier otra actividad o inactividad de la Administración, sino que en el supuesto del artículo 29 lo lesionado por esta inactividad ha de ser necesariamente un derecho del recurrente, definido en la norma, correlativo a la imposición a la Administración de la obligación de realizar una actividad que satisfaga la prestación concreta que aquél tiene derecho a percibir, conforme a la propia disposición general”.
Del mismo considera la Sentencia de 18 marzo 2009, Ponente Excmo. Sr. Menéndez Pérez:
“Ceñida la labor de los tribunales de justicia al enjuiciamiento de las pretensiones mediante la aplicación del ordenamiento jurídico, y sólo mediante la aplicación de éste, deviene claro que nuestro pronunciamiento en este recurso debe ser uno que se limite a su desestimación. Es así, porque la "inactividad" que se denuncia no es una de aquellas a las que se refiere el citado artículo 29.1 de la Ley de la Jurisdicción, dado que el mandato legal que se dice incumplido no lleva consigo, en sí mismo, la obligación de realizar una prestación concreta en favor de una o varias personas determinadas. (…). La sola lectura del párrafo octavo del apartado V de la Exposición de Motivos de la repetida Ley de la Jurisdicción abona la conclusión que alcanzamos, pues se dice en él que el remedio del recurso contra la inactividad de la Administración, "[...] no permite a los órganos judiciales sustituir a la Administración en aspectos de su actividad no prefigurados por el derecho, incluida la discrecionalidad en el «quando» de una decisión o de una actuación material, ni les faculta para traducir en mandatos precisos las genéricas e indeterminadas habilitaciones u obligaciones legales de creación de servicios o realización de actividades, pues en tal caso estarían invadiendo las funciones propias de aquélla. De ahí que la Ley sAnclae refiera siempre a prestaciones concretas y actos que tengan un plazo legal para su adopción y de ahí que la eventual sentencia de condena haya de ordenar estrictamente el cumplimiento de las obligaciones administrativas en los concretos términos en que estén establecidas. El recurso contencioso-administrativo, por su naturaleza, no puede poner remedio a todos los casos de indolencia, lentitud e ineficacia administrativas, sino tan sólo garantizar el exacto cumplimiento de la legalidad”
La restricción formal de la vía habilitada en el artículo 29 LJCA al reconocimiento previo normativo de las concretas prestaciones es plenamente conforme con el marco general que perfila la Constitución para los derechos de corte colectivo consagrados entre los Principios Rectores de la Política Social y Económica pues, como es conocido, su realización exige el adecuado desarrollo legal ex artículo 53.3 de la Carta Magna. En consecuencia, el acceso a ese remedio requiere la existencia de un auténtico derecho subjetivo reconocido a los ciudadanos en relación con prestaciones concretas, cuya eficacia haya sido denegada por las Administraciones Públicas.
No obstante, personalmente creemos que la actual restricción de ese remedio jurídico no debería impedir la apertura de una vía contra situaciones requeridas de atención prestacional cuando su entidad sea tal que afecte el desarrollo vital en condiciones dignas; hasta el punto de quienes las sufren se encuentren claramente posicionados en situación discriminatoria respecto otros ciudadanos y, sobre todo, que puedan ver lesionados sus derechos fundamentales, que servirían así como una válvula de entrada para el acceso a las prestaciones y consiguientemente la superación personal de las dificultades en que se vean inmersos.
De este modo, creemos que termina de cerrarse el círculo que tratan de seguir los autores en el excelente Libro que presentamos, en el que partiendo de la idea de Buena Administración Pública, se avanza hacia la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos mediante la garantía del derecho a la ciudad, que se convierte así en el interés general que debe ser objetivamente garantizado, desarrollado desde el punto de vista urbanístico en cada uno de los tres ámbitos de planificación, gestión y disciplina, pero debiendo garantizarse en todo momento la plenitud del control jurisdiccional.
[1] Profesor de Derecho Administrativo. Universidad Carlos III de Madrid. Abogado. daniel.entrena@uc3m.es
[2] J.GONZALEZ PEREZ: Comentarios a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, Thomson Reuters-Civitas, 6ª edición, 2011, pág. 103