Doctrina
Título:Ciudadanía administrativa y buena administración: Dos conceptos llamados a entenderse
Autor:Ballina Díaz, Javier - Menéndez Sebastián, Eva María
País:
España
Publicación:Anuario de la Red Eurolatinoamericana de Buen Gobierno y Buena Administración - Año 2022
Fecha:16-08-2022 Cita:IJ-III-CCCLXXV-399
Índice Voces Ultimos Artículos
I. De la Administración democrática a la democracia administrativa: la ciudadanía administrativa
II. Una propuesta concreta de qué es la buena administración
III. Algunas funcionalidades prácticas de la buena administración
IV. ¿Cómo conectan la buena administración y la ciudadanía administrativa?
V. A modo de conclusión
Notas

Ciudadanía administrativa y buena administración: dos conceptos llamados a entenderse

Eva Mª Menéndez Sebastián*
Javier Ballina Díaz**

I. De la Administración democrática a la democracia administrativa: la ciudadanía administrativa [arriba] 

Desde la noción de ciudadanía renovada –que ya se ha tenido ocasión de exponer en otros trabajos[1]–, resulta relevante analizar la transformación experimentada en el seno de la relación de los ciudadanos con la Administración pública. Y ello principalmente por dos razones, de un lado, porque la Administración es uno de esos poderes públicos, y de otro, porque no en vano en la actualidad se habla de ciudadano en el seno de esa relación y no de administrado[2], usuario o interesado, como hace no tantos años. Lo que, como se verá, supone un profundo cambio, fuertemente vinculado con la concepción misma de la ciudadanía.

Es decir, de lo que se trata aquí es de comprender cómo esa nueva visión de la ciudadanía tiene reflejo en la relación de los ciudadanos con la Administración pública, pues, como ya se ha apuntado, esa nueva concepción implica extender la ciudadanía más allá del ámbito político, y una muestra clara de ello es la denominada ciudadanía administrativa que aquí será expuesta[3]. Una figura que, no obstante, carece de una consagración explícita en las Constituciones o en las leyes, ni en la jurisprudencia, pero que ha sido elaborada y aceptada a nivel doctrinal[4] –aunque existen al respecto diversas posturas[5]–, y de la que se hace eco el propio Conseil d’État en sus estudios[6].

En efecto, el paso de la consideración de quien tiene una relación con la Administración o utiliza un servicio público, de administrado o usuario[7] a la idea de ciudadano, ha implicado toda una transformación que se refleja en esa ciudadanía administrativa. De igual modo, deben recordarse los cambios operados en la propia concepción clásica de ciudadanía, más apegada a la idea de nacionalidad, visión esta hoy superada, pues téngase en cuenta que aquí se parte de una noción concreta y renovada de qué es la ciudadanía[8].

Esa nueva posición que ha ido adquiriendo el ciudadano respecto de la Administración es la que justifica la introducción –desde esta perspectiva de la ciudadanía–, de los principios sobre los que en gran medida pivota la nueva gobernanza pública. Se trata de una profunda transformación de la relación entre Administración y los ahora ciudadanos –anteriormente considerados administrados–, en línea con lo que se ha venido considerando el paso de la Administración democrática a la democracia administrativa.

Así, como ha indicado la doctrina, aunque la relación entre la democracia y la Administración es un tema recurrente, ahora se percibe en nuevos términos; mientras que en el pasado era importante determinar cómo y en qué medida la Administración pública cumplía con el ideal democrático, ahora se percibe como un motor y vector de la democracia renovada. El creciente uso de la noción de democracia en la Administración pública refleja claramente este cambio. Implica la concesión de nuevos derechos para todos los ciudadanos, a la vez que pretende implicarlos en los procesos administrativos en el marco de los mecanismos de deliberación y participación[9].

De este modo, el tema de la democracia administrativa[10] refleja, en efecto, un cambio profundo en la forma en que se concebía tradicionalmente la relación entre Administración y democracia; pues la Administración ya no está llamada solo a ser democrática, sino a convertirse en la punta de lanza de una reformulación y profundización de la lógica democrática. Sin embargo, no debe perderse de vista en ningún momento que se trata de un complemento de la democracia representativa y no de un sustituto de la misma[11], una participación en el poder que no concluye con el derecho de sufragio sino que se extiende de forma sostenida[12], y que debe ser a la vez adecuada, para no generar desigualdades y vulnerar con ello este valor esencial de todo Estado social y democrático de Derecho.

Pero vayamos por partes, así, en primer lugar, debe advertirse que ya desde hace décadas se viene hablando de los diversos modelos de relación entre la Administración y la democracia[13], así como de la necesidad de introducir ciertos cambios en el modelo burocrático propio de Max Weber, implementando cierto grado de legitimidad más directa a través de la participación. No debemos olvidar que en este caso el carácter democrático no deriva de su organización interna, sino de su subordinación al poder político, en la idea de que corresponde a los representantes elegidos, dotados de legitimidad democrática, decidir las orientaciones, mientras que la Administración, dotada de competencia profesional, aplicarlas. De ahí, que, al introducir la participación, por ejemplo, a través de las consultas, se busque alcanzar decisiones administrativas de elaboración conjunta[14] y con ello se infiltre la democratización[15].

Sin embargo, como se verá, no es suficiente con el paso de un modelo burocrático a un modelo participativo, es preciso también tomar en consideración en esa nueva manera de gestionar lo público otros aspectos como la eficiencia y la eficacia, así como la innovación y la conexión de todo ello con la buena administración, que es otro de los puntos clave del nuevo sistema o nueva relación entre la Administración y los ciudadanos. Y es que, en el fondo una cuestión condiciona la otra, así, ese paso de un Estado burocrático a uno abierto a la participación, lleva finalmente a la transparencia y a la eficacia, conduciendo a la idea de ciudadanía administrativa como complemento necesario de la ciudadanía política. Además, una mayor transparencia administrativa está destinada a restaurar la confianza de los ciudadanos en la Administración y, por consiguiente, la legitimidad del Estado, gracias a la consagración de una ciudadanía renovada[16].

Retomando la idea de la democracia administrativa, se han indicado tres aspectos o vertientes de la misma en que cabe detenerse brevemente, así se la describe como democracia de derechos, democracia deliberativa y democracia participativa. También cabe destacar ciertos límites o riesgos, que es preciso tener en cuenta, en particular, la posibilidad de que los procedimientos participativos estén sesgados por la existencia de procesos socialmente selectivos, a lo que pueden contribuir de forma notable los procedimientos de consulta en línea[17].

Muy brevemente, cabe destacar en cuanto a la idea de democracia administrativa como democracia de derechos, el cambio que, por ejemplo, ha supuesto en la relación con la Administración el reconocimiento de un derecho a la información a favor del ciudadano, superando con ello el imperio del secreto administrativo, lo que además ha derivado en un derecho a la participación en los procesos de toma de decisiones, a través del derecho a hacer observaciones y la obligación de la Administración de tomarlas en consideración[18].

En esta línea tampoco cabe despreciar la introducción de la exigencia de calidad, que lleva a situar la satisfacción del ciudadano en el centro de la lógica de la acción administrativa y en cierto modo a reconocer a los ciudadanos el derecho a obtener servicios de calidad[19]; valga mencionar a este respecto el tema, nada pacífico respecto a su propia naturaleza jurídica, de las cartas de servicios[20].

Lo dicho conecta con otro derecho que, a nuestro juicio, cabe destacar, por ello dedicaremos un epígrafe específico a su conexión con la idea de ciudadanía administrativa, nos referimos al derecho a una buena administración, y que ha llevado a la introducción de códigos de conducta, al desarrollo de una política de mejora de la regulación, a un conjunto de reglas y derechos procedimentales, a la creación de autoridades tendentes a consolidar las garantías de los ciudadanos, como el Ombudsman, Médiateur o Defensor del Pueblo[21], etc.

De otro lado, en cuanto a la democracia administrativa como democracia deliberativa, destacan las nuevas fórmulas de debate público[22], que quizás han florecido de forma más intensa en otros países[23]. Téngase en cuenta que ese debate es previo, es decir, se produce antes de que se decidan las directrices, siendo la participación –en sentido más restrictivo– posterior, en la fase de toma de la decisión[24].

A dicha fase en sentido estricto se refiere la democracia administrativa como democracia participativa. Bien es cierto que las prácticas participativas son antiguas en la Administración, sin embargo, están floreciendo otro tipo de técnicas al respecto, no tanto en cuanto a la consulta a grupos de interés o a través de la presencia en ciertos órganos –la participación orgánica–, sino que se trata de nuevas posibilidades de intervención de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones y en el funcionamiento de los servicios públicos[25].

No obstante, cabe recordar nuevamente los límites a los que la democracia administrativa se enfrenta, especialmente en cuanto a los riesgos vinculados a posibles sesgos, de forma particular, cuando se trata del empleo de tecnología.

El cambio en la relación de los ciudadanos con la Administración, a la que nos venimos refiriendo, lo apreciamos en diversas normas en que, en efecto, se ha sustituido el empleo del término administrado, interesado o usuario, por el de ciudadano[26], es el caso claro en Francia de la Loi N° 2000–321 du 12 avril 2000 relative aux droits des citoyens dans leurs relations avec les administrations[27], y más recientemente en España la Ley N° 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas[28], o la Ley de Contratos del Sector Público de 2017[29].

Este cambio, si bien quizás no suficientemente explicitado ni por el legislador, ni por la jurisprudencia[30], ha supuesto una transformación fundamental en el funcionamiento de las Administraciones y la posición de los ciudadanos respecto a las mismas[31]. Así, la aparición de la ciudadanía administrativa se inscribe en la lógica de los cambios sucesivos de la relación administrativa, pero también en la evolución de la noción de ciudadanía.

De este modo, al reconocer que el administrado es también un ciudadano, los textos vigentes consideran que la relación administrativa tiene una dimensión cívica. La Administración debe proporcionar a los ciudadanos los caudales para ejercer su ciudadanía y la relación administrativa es uno de los medios de acceso a la misma. Esto transforma la naturaleza de la relación administrativa, así los ciudadanos tienen derecho a participar en la acción administrativa, tienen derecho a acceder a la Administración y la Administración debe rendir cuentas ante ellos. La ciudadanía administrativa así entendida cubre dos realidades: por un lado, debido a la sustitución de términos, todos los derechos del ciudadano pueden considerarse derechos de ciudadanía; por otro lado, se afirma la dimensión cívica de la relación administrativa, como soporte de la ciudadanía política. La ciudadanía administrativa que surge entonces significa que los electores son al mismo tiempo ciudadanos de la Administración y ciudadanos en la Administración[32].

En fin, los derechos reconocidos a los ciudadanos en sus relaciones con la Administración también contribuyen a ampliar el contenido de la ciudadanía. Así, la pluralidad de los medios ofrecidos al ciudadano para participar en el poder administrativo, en particular, a través de la consulta y el debate público[33], es una indicación de que los derechos electorales por sí solos no son suficientes. De este modo, la ciudadanía administrativa constituye una vía de acceso a la ciudadanía política, en el sentido del objetivo de establecer una democracia continua[34], más si se tiene en cuenta que, como ha indicado algún autor, para una gran parte de los ciudadanos el poder es la Administración[35]. En fin, ciudadanía política y ciudadanía administrativa están fuertemente imbricadas, lo que, por otro lado, suscita ciertas dudas y peligros[36].

La afirmación de un derecho de acceso se traduce ciertamente en el desarrollo de la accesibilidad a la Administración y a los servicios públicos, pero también pretende garantizar, más allá, el acceso a las condiciones de ejercicio de la ciudadanía[37]. Piénsese de forma particular en el derecho a participar en la decisión administrativa, tanto en la deliberación previa, que revela el interés general[38], como en la fase de toma de decisiones, lo que a su vez conecta con la crisis de autoridad más general, así como en el caso concreto de la Administración el hecho de que su legitimidad es indirecta, en cierto modo, en cuanto proviene de su sometimiento al poder público elegido por el pueblo[39].

En conclusión, si la ciudadanía, a pesar de la evolución que ha experimentado, siempre se ha venido caracterizando por la participación en el poder, una de las manifestaciones del mismo es el denominado poder administrativo, no en vano, la Administración ejecuta las decisiones políticas, es más, como ha llegado a afirmar algún autor, sin la intervención de la Administración no se haría realidad el ideal democrático, pues esta no es solo la realizadora de las leyes, sino la que cierra el circuito democrático[40]. En fin, se trata, por tanto, de hacer efectiva la ciudadanía a través de la participación de los ciudadanos en el poder administrativo por medio de una participación prolongada, hacerla efectiva a través de la relación con la Administración y a su vez acceder a través de la relación administrativa a las condiciones de ejercicio de la ciudadanía[41].

De este modo, y de acuerdo con esta visión y noción de ciudadanía administrativa, en la misma se incluirían diversos tipos de derechos de los ciudadanos frente a la Administración, que implicarían los tres ejes básicos que hoy se apuntan en el buen gobierno: transparencia, participación y rendición de cuentas. Si bien, a nuestro juicio, estos principios son comunes tanto en la Administración como respecto al Gobierno, lo que, sin embargo, no impide distinguir entre buen gobierno y buena administración, sino que se trata de la aplicación o implementación de los mismos en la esfera de las decisiones administrativas o en las de carácter político. Así, es fácil visualizar que no es lo mismo la transparencia, la participación o la rendición de cuentas del Gobierno que en el ámbito de los servicios públicos, en el cual conectan precisamente con la buena administración, dado que en estos casos la participación de los ciudadanos además de en el sentido estricto de democracia participativa se refiere o persigue también una buena gestión pública, al conocer las expectativas de los usuarios y mitigar sus reticencias[42]. Este cambio en la relación entre Administración y ciudadano, viene además a coincidir con el auge de nuevas formas de participación.

De otro lado, conceder a los ciudadanos la condiciones de tales conlleva como consecuencia que la Administración sea responsable ante ellos. De este modo, ya no se dirige a los inferiores, a los que están sometidos a la Ley, sino a aquellos de los que, directa o indirectamente, deriva su poder, de ahí que esté obligada a rendir cuenta ante ellos, lo que a su vez se traduce en la aparición de los correspondientes derechos. En fin, los ciudadanos tienen derecho a controlar el funcionamiento de la Administración, lo que se traduce, en primer lugar, en el derecho a conocerla. Este derecho a la transparencia muestra también que existe una relación lógica entre el derecho del ciudadano a participar en el funcionamiento de la Administración y los derechos que se le reconocen en virtud de la obligación de rendir cuentas. En definitiva, se trata de una revolución copernicana, en la que el ciudadano ha pasado de ser objeto de la acción administrativa a convertirse realmente en sujeto. Lo que de otro lado viene a confirmar la promoción de la democratización de la Administración[43].

Todo ello ratifica la idea ya expuesta de que los cambios de la relación administrativa también se inscriben en la evolución de la noción de ciudadanía. Así, la Administración ya no puede determinar el interés general por sí sola y debe definir sus servicios en función de las expectativas de los ciudadanos, pasando a estar la focalización en el beneficiario, lo que a su vez provoca importantes cambios en la gestión de los servicios, recuérdese la idea del diseño basado en las personas. En conclusión, la ciudadanía entra en la Administración y transforma su funcionamiento, haciendo viable, en cierto modo, la idea de que el objetivo del sistema es organizar el servicio público de tal manera que cada ciudadano pueda controlar continuamente y con precisión esta cuestión, dar a conocer su satisfacción o insatisfacción y obtener rápidamente los cambios que considere necesarios[44].

II. Una propuesta concreta de qué es la buena administración [arriba] 

En la nueva idea de ciudadanía resulta reveladora otra noción que se ha venido infiltrando desde algún tiempo en nuestro vocabulario jurídico, si bien se trata de una institución mucho más antigua de lo que pudiera parecer y que, a nuestro juicio, está llamada a desempeñar un papel crucial en el propio Derecho administrativo y, en concreto, en esa nueva relación de los ciudadanos con el poder administrativo, nos referimos a la buena administración[45]. No obstante, dicho término carece de una regulación uniforme y de una definición concreta, lo que lleva a la necesidad, en primer lugar, de hacer una aproximación a una posible noción de qué debe entenderse por buena administración, para comprender cómo conecta con la idea de ciudadanía administrativa expuesta con anterioridad.

Y es que resulta cuanto menos paradójico que desde hace años se haya venido empleando el término buena administración, no solo a nivel jurisprudencial, sino, incluso, que se refleje de forma expresa en diversos textos normativos[46], por ejemplo, algunos Estatutos de Autonomía[47] o normas como la Ley de Contratos del Sector Público[48], y, sin embrago, no se ofrezca en ellos un concepto, una noción o definición de qué es o qué debemos entender por buena administración. Lo que ocurre no solo en nuestro país, sino también en otros sistemas[49].

Esta ausencia de una definición más o menos concreta y aceptada, ha provocado que, a pesar de tratarse de un aspecto clave, a nuestro juicio, del Derecho administrativo, no se le haya dotado de la fuerza y el papel que debe ostentar en el mismo, e, incluso, que su aplicación práctica se haya visto considerablemente relegada, siendo en los últimos tiempos en los que pueden encontrarse en la jurisprudencia referencias a este elemento crucial de nuestra disciplina, aunque, aún, excesivamente tímidas.

Se tratará aquí, por ello, de poner en valor esta noción, de reivindicar su importancia en el Derecho administrativo actual y, por ende, de resaltar la necesidad de dotarla de efectos jurídicos concretos, con la finalidad de conectarla con la idea de ciudadanía administrativa. Y sin duda, en todo ello cabe destacar el papel de la Unión Europea, tanto la jurisprudencia del TJUE[50], como la labor incontestable del Defensor del Pueblo Europeo[51]. Y sin dejar de lado otros ordenamientos[52], en particular, el tratamiento italiano de la buona amministrazione o el buon andamento[53], o el Ombudsman británico, que desde 1967[54] se encarga del estudio de casos de mala administración[55]. Sin embargo, a nuestro juicio, resulta especialmente reseñable que ya en 1901, el propio Maurice Hauriou hablara de la buena administración[56].

En fin, podría incluso entenderse que se trata de algo consustancial a la propia idea y existencia de la Administración pública –en el sentido que esta tiene desde la Revolución Francesa–, aunque sea en los últimos años cuando se ha empezado a intentar dotar de efectos jurídicos a la buena administración[57], incluso, otorgarle una nueva dimensión como pilar del orden jurídico administrativo, pues la misma, como noción jurídica que es, debe impregnar todo el universo jurídico–administrativo y, en especial, las relaciones entre la Administración y el ciudadano[58], aunque no solo[59].

Una paradoja que lejos de ser inocua, a nuestro juicio, tiene relevantes consecuencias, dado que todo concepto, noción, principio, derecho, regla, institución, figura, estándar[60], en el derecho, debe tener una finalidad, debe cumplir una misión, debe, en definitiva, tener efecto y no limitarse a la retórica. De ahí que sea necesario dotar a la expresión buena administración de sentido y utilidad, más allá de un mero uso hueco, de darle efectos jurídicos concretos, de definir de algún modo sus contornos.

Se trata, al fin y al cabo, partiendo de una noción de buena administración – más o menos concreta–, encontrar su aportación al Derecho administrativo más allá de la mera oratoria, es decir, contribuyendo no sólo de apoyo a las previsiones ya existentes, sino cuanto menos sirviendo a su interpretación adecuada, pero incluso también a algo más.

Como es por todos conocido, el hecho de que no exista en el ordenamiento jurídico ni en la jurisprudencia una definición clara y concisa de qué es la buena administración, lleva necesariamente a una heterogeneidad de puntos de vista y de propuestas al respecto. Así, se puede observar lo que podría denominarse una doble tendencia. De un lado, la teoría amplia, que viene a integrar dentro de la misma aspectos y principios diversos, como la transparencia, la participación, la ética pública, la motivación de las decisiones, los derechos en el procedimiento administrativo, etc., tanto desde la visión del Gobierno como de la Administración, que es la perspectiva que, por ejemplo, adopta el Defensor del Pueblo Europeo en su propia labor[61], por otra parte, fundamental en el logro de una buena administración[62]. Pero, de otro, y aunque quizás siendo una postura minoritaria, se ofrece una noción jurídica de buena administración más restrictiva, que permite diferenciarla de otros conceptos como buen gobierno o buena gobernanza. Y es que, aunque esta tarea no sea sencilla, pues ciertos principios ya mencionados encuentran aplicación en estos diversos ámbitos, a nuestro juicio no es imposible discernir cuándo se circunscriben a la esfera de las decisiones políticas y cuándo estas son de carácter técnico–administrativo.

A los efectos que aquí interesan nos inclinamos por esta segunda opción, aunque sea minoritaria, pues ello, a nuestro juicio, permite distinguir con mayor precisión lo que es la buena administración de lo que es el buen gobierno, puesto que, aunque Gobierno y Administración están y han estado siempre fuertemente vinculados, en nuestra opinión, sus funciones, la perspectiva, principios e instrumentos aplicables a ambos no pueden ni deben ser idénticos.

Por ello, a nuestro juicio, esa ligadura entre ambos no debe llevar a considerar que son lo mismo, ni que buen gobierno y buena administración son sinónimos. Ni tampoco debe considerarse que buena administración es el antónimo de mala administración, sino que debe buscarse una definición concreta y propia para la misma.

En este sentido, partidaria de esta visión es la autora francesa Rhita Bousta[63], quien propone una noción jurídica de buena administración restrictiva, en particular, como la adaptación ponderada/equilibrada de los medios de la Administración pública[64]. De una noción o visión más restringida, es de la que se partirá en este trabajo, pues, sin olvidar la relevancia de este principio en la construcción misma del espacio administrativo europeo y del Derecho administrativo europeo[65], el enfoque aquí adoptado es otro[66].

Ninguna duda cabe de la preeminencia que han adquirido principios como el de transparencia y el de participación o la idea de ética pública en cuanto a los asuntos públicos[67], pero aquí nos referiremos preferentemente al funcionamiento de la Administración y no tanto no solo del gobierno. Pues, como ya se ha puesto de manifiesto al hablar de la ciudadanía administrativa, esos principios se extienden y se han venido integrando también dentro de la esfera propia de la Administración, convirtiendo la relación de esta con los ciudadanos.

Teniendo presente esta premisa, a nuestro juicio, es imprescindible en el discernimiento de qué es la buena administración, partir en primer lugar del sentido mismo de las palabras que componen dicha expresión. De este modo, resulta necesario explicar que “bueno” no debe ligarse aquí a aspectos o valores morales, sino que en la propia definición que hace el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española, en su prima acepción, se entiende que tal adjetivo significa “de valor positivo, acorde con las cualidades que cabe atribuirle por su naturaleza”, pasando en segundo lugar a considerarlo como “útil y a propósito para algo”.

Estas definiciones del adjetivo que acompaña al sustantivo “Administración”, ya ofrecen una imagen de la expresión aquí analizada, pues evocan la idea de que es algo acorde a su naturaleza, a su fin mismo, en este caso de la Administración. Esto lleva indefectiblemente a recordar qué es la Administración y, especialmente, qué función cumple. Sin olvidar que su origen etimológico indica que la Administración nace para (ad) el servicio (ministratio).

De este modo, una primera idea de qué debe entenderse por buena administración, será que esta cumpla adecuadamente su función de servicio. Sin olvidar que el propio art. 103 de la CE, que supone sin duda la primera referencia normativa en todo estudio propio de esta disciplina, explicita que la Administración sirve con objetividad los intereses generales. Por tanto, habrá una buena Administración cuando esta sirva adecuadamente al interés general, sin olvidar la necesaria adaptación a este respecto a las necesidades sociales que precisamente le orientan, como bien indicara el Prof. Nieto, hacia el interés general[68]. En lo que será determinante la adecuación a ese fin de los medios de que dispone, así como la toma de decisiones, en fin, de ahí su inevitable conexión con las potestades discrecionales.

Lo que a su vez conecta, como indicara H. A. Simon al hablar del buen comportamiento administrativo, con la eficiencia[69]. Eficiencia, que incluso para la doctrina italiana es un principio general de la organización administrativa, al que se refiere el art.97 de la Constitución italiana cuando habla del buen funcionamiento de la Administración[70], y que, incluso con anterioridad a la misma, era manejado por la doctrina clásica[71].

Todo ello lleva a realzar la conexión con el ejercicio de las potestades discrecionales, por cuanto debe elegir los medios para el cumplimiento más adecuado del interés general, lo que, a nuestro juicio, como viene poniéndose de manifiesto en ciertos sectores[72], hace que esa decisión no sea libre, sino que, a través de la ponderación adecuada[73], se tome la decisión más correcta, en fin, no se trata como en su momento se ha entendido, como la elección entre indiferentes jurídicos, sino de la mejor elección de medios. De otro lado, es evidente que en esa toma de decisiones resulta imprescindible el papel que ocupa el procedimiento administrativo, que lejos de ser únicamente un instrumento de garantías del ciudadano, es también, el cauce para adoptar mejores decisiones.

Todo lo expuesto, a nuestro juicio, debe conectarse con la esencia misma del Derecho administrativo, en especial con la idea de equilibrio, la dualidad de Maurice Hauriou, dado que el Derecho administrativo es un constante e inestable equilibrio en movimiento entre los intereses generales y los intereses particulares, entre las prerrogativas de la Administración y las garantías de los ciudadanos.

En fin, no se puede olvidar el imprescindible equilibrio con el interés particular, de ahí la necesidad también de respetar las garantías del ciudadano, y el indudable punto de unión con el derecho fundamental a una buena administración[74], proclamado en el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea[75], que hace referencia concreta a ciertos derechos procedimentales, en fin, a esas garantías del interesado, y que debe recordase que desde el Tratado de Lisboa ha adquirido un estatuto jurídico primario con lo que todo ello implica[76].

En segundo lugar, y conectado con lo que se acaba de expresar, es necesario también destacar que la buena administración no se limita a esos derechos, por otro lado, ya reconocidos en la mayor parte de sistemas con carácter previo a su elevación a derecho fundamental por el Derecho comunitario[77], valga de ejemplo las previsiones del art. 35 de la Ley N° 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, o en los actuales arts. 13 y 53 de la Ley N° 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Es decir, la buena administración no se circunscribe únicamente a la satisfacción unilateral de los intereses de los ciudadanos desde un plano individual, por más que ahora estos hayan pasado a ser el epicentro del sistema[78], e, incluso, aunque sea cierto que la relación entre el ciudadano y la Administración haya adquirido otros tintes alejados de la idea de súbdito[79], sino al contrario y por ello mismo, no debe ignorarse la esencia misma del Derecho administrativo, el citado equilibrio entre prerrogativas de la Administración y garantías del ciudadano, entre el interés general y el interés particular, así como la finalidad misma de la Administración, a la que ya se ha aludido.

Y es que no se puede olvidar que, aunque en la actualidad parezca que esa relación es más horizontal que vertical, la Administración sigue ostentando prerrogativas, lo que es inherente a su propia esencia, a sus propios fines, pues las mismas están encaminadas al logro del interés general. En fin, que el ciudadano ocupe ahora un lugar destacado en esa relación no debe entenderse exclusivamente desde el punto de vista de los derechos subjetivos e individuales, sino también como destinatario último de ese interés general. De ahí, también que, a pesar de la evidente utilidad del estudio de los casos de mala administración en el análisis del contenido de la buena administración, no sean estrictamente antónimos, pues el segundo debe ser algo más; aunque es cierto, que, a nuestro juicio, esa labor del Defensor del Pueblo puede suponer un elemento importante en la juridicidad de la propia noción de buena administración y, en particular, de los estándares de funcionamiento.

En fin, el equilibrio entre los intereses en juego y, en particular, entre el interés general y el interés particular, está en la esencia misma del Derecho administrativo, siendo además el primer y principal objetivo de la Administración, con lo que no puede obviarse esta dicotomía en el concepto o noción misma de buena administración. Así, ni sería buena administración la que atiende al interés general sin respetar los intereses particulares, ni a la inversa, lo sería, aquella que atiende preferentemente a los intereses particulares presentes en el caso concreto.

En conclusión, no se puede perder de vista que buena Administración es aquella que realiza bien su función, que, por tanto, sirve al interés general, pero también sin menoscabo o con respeto de los intereses particulares, en fin, que hace una ponderación adecuada de los medios, las circunstancias, los hechos, los elementos presentes –lo que por otro lado está en la base misma de la equidad[80]–, y elige la mejor decisión, en cuya adopción será relevante, para el acierto de la misma, el procedimiento oportuno. Y es que, recuérdese que el procedimiento, entre otras funciones, cumple dos de forma destacada, así, sirve para una mejor toma de decisiones y es a la vez una garantía de los derechos de los ciudadanos y, de forma concreta, de los interesados en él mismo[81].

III. Algunas funcionalidades prácticas de la buena administración [arriba] 

El estudio de la noción de buena administración dentro de este trabajo no pretende quedarse en una esfera teórica, por otro lado, imprescindible para su propia comprensión, sino que busca su conexión con la ciudadanía administrativa, para lo que resulta necesario perfilar su aplicación práctica, proponer funcionalidades concretas en que puede hacerse efectiva la misma.

Y es que, si bien quizás el reconocimiento de la buena administración, incluso como derecho fundamental, no ha llegado a tener toda la repercusión esperada[82], no es menos cierto que debe necesariamente dotársele de efectos jurídicos, sin que sirva de excusa para no hacerlo la imprecisión que le rodea o la variedad de contenidos posibles que engloba, en esa idea de la noción percha[83] de la que cuelgan diversos contenidos: de procedimiento, imparcialidad, razonabilidad, justicia, proporcionalidad, del que hablara Cassese, pues, como el mismo autor puso de manifiesto, ese reconocimiento como derecho fundamental supone el paso del deber general de la Administración –que le exige frente al legislador–, a una obligación concreta y, por ende, al derecho correspondiente individual del ciudadano que puede hacerlo valer, siendo a este respecto fundamental el control judicial[84].

Bien es cierto que, tal y como está recogido en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, ese derecho parece hacerse eco de otros más concretos y ya existentes en muchos ordenamientos de los Estados miembros, particularmente ese es el caso de nuestro sistema. Sin embargo, hay que hacer dos precisiones al respecto. De un lado, que como se ha dicho ya, algo más debe aportar ese reconocimiento como derecho fundamental[85]. Aunque también deben tenerse en cuenta las diferencias a este respecto con el Derecho de la Unión Europea, nos referimos con ello a la falta en el mismo de un procedimiento administrativo, algo que, sin embargo, se viene planteando desde hace años, pero no se ha consolidado aún[86]. Aunque, de otro lado, muchos de esos derechos ya están de un modo u otro en el Código de Buena Conducta Administrativa[87], lo que a su vez enlaza con el papel de este tipo de instrumentos e, incluso, con la propia normatividad del llamado derecho blando. De otro lado, que se trate de un principio, un derecho o una noción, no conlleva en absoluto que no tenga efectos jurídicos, es más, implica que se integra en la legalidad, entendida esta desde un punto de vista amplio, por lo que se incorpora al control de la misma[88].

Desde esta perspectiva resulta interesante hacer una clasificación previa en cuanto al momento de aplicación de esta noción. Nos referimos con ello a que la buena administración sirve, sin duda, al control de la actuación de la Administración, al enjuiciamiento de su corrección, especialmente en cuanto al ejercicio de las potestades discrecionales, lo que se vincula ineludiblemente con los derechos y garantías del procedimiento administrativo, en fin, lo que se relaciona también con el denominado derecho a la tutela administrativa efectiva. Sin embargo, en nuestra opinión, es imprescindible adoptar también otro punto de vista, como es el previo a ese enjuiciamiento, es decir, no solo debe servir de parámetro de control de la actuación de la Administración[89], sino también e, incluso, con mayor fuerza, debe ser empleada con anterioridad, a la hora de que la Administración adopte las decisiones oportunas y actúe, es decir, como guía de la misma, especialmente en el ejercicio de sus potestades discrecionales. De este modo, debe ella misma interiorizar la relevancia de la noción de buena administración, conocer qué implica y actuar conforme a la misma.

De otro lado, cabe a su vez hacer otra matización, que explicará el enfoque adoptado. Nos referimos a que se trata sobre todo de que la buena administración, que se ha venido reconociendo de un modo u otro en el propio Derecho positivo, así como por la jurisprudencia y la doctrina, aporte algo más que una mera reiteración retórica de principios y derechos que ya estaban reconocidos por la mayor parte de ordenamientos jurídicos[90] y, en particular, por el nuestro propio, en las leyes de procedimiento administrativo común, a que ya nos hemos referido.

En fin, de lo que se trata es de buscar una aplicación práctica de la noción de buena administración que aporte algo más a lo que ya existía con anterioridad a su irrupción en nuestro sistema, así como en los de nuestro entorno y el Derecho comunitario. Buscar, al fin y al cabo, funcionalidades que contribuyan a su propia realización efectiva, tanto desde la perspectiva previa como desde la de control de la Administración.

Teniendo presente estas dos ideas previas, cabe, al menos, hacer referencia a diversos aspectos prácticos de la buena administración, que aquí se entienden esenciales, por más que quepan, desde luego, otras funcionalidades de la misma. En concreto, y sin ánimo exhaustivo, cabe hablar en primer lugar del funcionamiento mismo de la Administración; de otro lado, del ejercicio de las potestades discrecionales y, en particular, la motivación; los derechos procedimentales, la diligencia debida y, en concreto, todo ello en relación con la tutela administrativa efectiva; y la buena administración como parámetro de legalidad o de interpretación de la legalidad, incluso, en cuanto a las causas de nulidad y anulabilidad del art. 47 y 48 de la Ley N° 39/2015, o las posibles consecuencias desde la perspectiva de la responsabilidad patrimonial. Si bien es cierto que todos estos elementos se entrecruzan inevitablemente.

De otro lado, por lo que se refiere a la idea de dotar de funcionalidades concretas a la noción de buena administración, cabe precisar que tal propósito no es tampoco una utopía, muy a pesar de que, como ya se ha indicado, parece existir cierta reticencia, quizás superada –aunque modestamente– en los últimos años por la propia jurisprudencia del TS.

En efecto, cabe aludir a este respecto, en primer lugar, a uno de los autores clásicos del Derecho administrativo, como es el maestro Maurice Hauriou, así como otros autores de la época, que ya entonces también propulsaron una aplicación práctica concreta de la noción de buena administración.

Muy brevemente, cabe recordar que el citado decano de Toulouse, dentro de su teoría de la institución, manejó la noción de buena administración con frecuencia, dotándola de consecuencias jurídicas varias. El autor francés vinculaba la idea de buena administración a la de moralidad administrativa, así, la introducía en los comentarios de jurisprudencia, desde distintas perspectivas, cabe por lo que aquí interesa recordar algunas de ellas que, por otro lado, responden a la perfección al esquema aquí propuesto.

Así, por ejemplo, una de las cuestiones principales de su visión o de la aplicación de la noción de buena administración, se refirió, sin duda, al propio origen y función de la jurisdicción contencioso–administrativa y, muy especialmente, al recurso por exceso de poder[91], lo que conecta con la función de esta noción en cuanto al análisis de las nulidades o anulabilidades[92]. Y lo que, de otro lado, hace que se entendiera al Consejo de Estado como encargado de velar por un interés superior de buena administración[93]. Todo ello a su vez está estrechamente unido con la tensión existente entre legalidad y oportunidad o conveniencia[94], vinculado a la buena administración[95].

Sin embargo, la posibilidad práctica de la noción no se queda ahí, sino que, en la misma línea aquí propuesta, Hauriou ya la conectaba con la idea de estándar de funcionamiento o actuación[96], con el ejercicio del poder discrecional[97], especialmente por lo que a la motivación se refiere[98], con el cumplimiento de los servicios públicos[99], la interpretación de los contratos[100] o la responsabilidad de los funcionarios[101].

En fin, cabe, por tanto, aunque solo sea mencionar[102] cuatro funcionalidades concretas de la noción de buena administración que resultan de gran utilidad y trascendencia, como son el buen funcionamiento de la Administración, la buena decisión administrativa, la tutela administrativa efectiva y un mayor control del sometimiento de la Administración a la legalidad en sentido amplio.

Muy brevemente, cabe concluir que la noción de buena administración es consustancial a la existencia misma de la Administración, tal y como se constituyó esta tras la Revolución Francesa, así lo entendió, entre otros, Maurice Hauriou, quien abogó también por dotarla de importantes consecuencias prácticas. Sin embargo, la ausencia de una clara definición de la misma parece haber entorpecido el papel que está llamada a desempeñar en el concepto mismo de ciudadanía administrativa, como se verá a continuación, y, en general, en el Estado social y democrático de Derecho, a pesar de su aparente emergencia en los últimos años, la cual, sin duda, es preciso reforzar y consolidar, dotándola de claras y concretas funcionalidades.

IV. ¿Cómo conectan la buena administración y la ciudadanía administrativa? [arriba] 

La necesidad o conveniencia de conectar la noción de buena administración –en los términos que aquí ha sido expuesta– y la de ciudadanía administrativa, se pone de relieve en el propio hecho de que en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea el capítulo dedicado a la ciudadanía, que comprende los arts. 39 a 46, recoja no solo el derecho de sufragio, la libre circulación y residencia y la protección diplomática y consular, sino también el derecho a una buena administración[103], el derecho de acceso a documentos, el Defensor del Pueblo Europeo y el derecho de petición.

Bien es cierto que, como se ha venido explicando, este derecho –ahora fundamental– se recoge en la citada Carta en referencia principalmente a aspectos procedimentales –aunque no de forma exclusiva, pues también incluye una alusión a la responsabilidad patrimonial y muy destacadamente la mención a la motivación, que trasciende a nuestro juicio de una mera visión formal, resultando clave en esta visión de buena administración, pues conecta con el ejercicio de las potestades discrecionales y, en concreto, con la idea de mejor toma de decisiones–; mientras a que nuestro juicio la buena administración no se circunscribe a este derecho, sino que tiene un espectro mayor.

Sin embargo, el hecho de que se incluya dentro del capítulo dedicado a la ciudadanía resulta revelador de que forma parte de esa nueva visión de lo que implica hoy ser ciudadano, conectando de forma clara con la noción de ciudadanía administrativa que ha sido expuesta. Así, por ejemplo, a nuestro juicio, es patente el vínculo entre la llamada administración deliberativa –a la que ya nos hemos referido– y la buena administración, lo que se pone de manifiesto con la participación en sentido amplio dentro de la nueva gobernanza pública.

Así, de lo que se trata es de responder al mismo tiempo a la necesidad de una Administración transparente y abierta, facilitando la aceptabilidad de la decisión y la de una Administración más eficiente que permita una respuesta más rápida y directa a las necesidades expresadas por los ciudadanos[104]. Es más, si deliberar significa considerar todos los aspectos de un fenómeno para tomar la decisión correcta al respecto, conecta con esa idea de buena administración, en el sentido de buscar la mejor decisión posible teniendo en cuenta todos los elementos presentes.

Muy brevemente, resulta evidente que si para dar respuesta a la necesidad de una buena administración, aunque esta sea entendida desde un punto de vista restrictivo conectado con la eficiencia y eficacia, es preciso contar con los puntos de vista necesarios para adoptar las mejores decisiones posibles, uno de ellos debe ser necesariamente el propio de los destinatarios del servicio y de la ciudadanía en general, pues ello conecta con el denominado diseño basado en las personas y con tener en cuenta las necesidades que deben cubrir esos servicios, en fin, con dar una mejor respuesta a las mismas, lo que hará que la Administración sea más eficaz y además complete su legitimidad e, incluso, logre una mayor aceptación de sus decisiones.

Todo ello sin olvidar, además que, tal y como se concibe la ciudadanía administrativa, esta integra la consulta pública en el proceso de toma de decisiones y responde a la consideración del usuario, administrado o interesado como ciudadano. Recuérdese que al reconocer que el administrado es también un ciudadano se considera que la relación administrativa tiene una dimensión cívica. De tal modo que la relación administrativa se transforma y pasa a ser uno de los medios de acceso a la ciudadanía, lo que implica que los ciudadanos tienen derecho a conocer a la Administración –transparencia–, a participar en la acción administrativa –participación–, y la Administración debe responder ante ellos –accountability o rendición de cuentas–; entendiendo además que con el cumplimiento de todo ello se logrará una Administración más eficaz y eficiente –lo que conecta a su vez con el objetivo de buena administración–, y al mismo tiempo le dota de una mayor legitimidad[105].

V. A modo de conclusión [arriba] 

Asistimos a una auténtica disrupción en nuestra sociedad, derivada en gran medida de dos frentes diversos que a la vez confluyen, nos referimos, de un lado, a la nueva relación entre los ciudadanos y los poderes públicos, en particular, la Administración, y, de otro, la transformación digital[106].

Dentro del primer aspecto destaca la idea francesa de ciudadanía administrativa, junto a la de ciudadanía política, pues refleja, a nuestro juicio, de forma muy acertada los parámetros de lo que podría denominarse como el derecho de todos a participar no solo en la vida política, sino también en la administrativa y en los procesos de toma de decisiones que se implementan a este nivel; lo que a su vez conecta indefectiblemente con la noción de buena administración, en cuanto contribuye a una mejor toma de decisiones, pues, de un lado, responderá de forma más adecuada a las demandas de la sociedad, y, de otro, contribuirá a dotarlas de una mayor legitimidad y, por ende, a una mejor aceptación de las propias decisiones.

A ello responde también el nuevo modelo de gestión pública que supone la gobernanza pública, que pivota sobre principios clave como ética pública, transparencia, participación, rendición de cuentas, eficacia y eficiencia, innovación y, por encima de todo, igualdad. La igualdad que es el objetivo último también de la sostenibilidad social, pues esta se ha definido como la capacidad para garantizar las condiciones necesarias para el bienestar humano (seguridad, salud, formación, democracia, participación y justicia) equitativamente distribuidas entre clases y géneros,

En definitiva, nos encontramos ante un momento de cambio que debemos saber afrontar correctamente, donde la Administración y el Gobierno no pueden quedarse atrás, pues de ello dependerá, entre otras cosas, alcanzar el objetivo de desarrollo social sostenible, imprescindible en una sociedad que busca un proyecto común.

 

 

Notas [arriba] 

* Catedrática de Derecho Administrativo. Universidad de Oviedo.
** Prof. Asociado de Derecho Internacional Público y de las Relaciones Internacionales. Universidad de Oviedo.

[1] Véase al respecto lo dicho en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª. y BALLINA DÍAZ J., Ciudadanía administrativa digital y sostenibilidad social, Reus, Barcelona (en prensa).
[2] Respecto a los conceptos de “administrado/a” y “ciudadano/a” en el sistema español, véase, por ejemplo, LÓPEZ MENUDO F., “Del administrado al ciudadano: cuarenta años de evaluación”, Revista Andaluza de Administración Pública, núm. 104, 2019, págs. 17–43.
[3] No obstante, el propio Conseil d’État ha entendido que la situación actual ha venido a sustituir la ciudadanía administrativa por una ciudadanía de la acción pública, sin embargo, entendemos que resulta imprescindible analizar y exponer la noción de ciudadanía administrativa para comprender la nueva relación entre ciudadanos/as y Administración pública. La transformación que se ha experimentado al respecto resulta esencial para entender la nueva gobernanza pública y, en general, para poder contextualizar las demandas de la actual sociedad y la respuesta que los poderes públicos deben ofrecer al respecto.
[4] Como sostiene DELPÉRÉE F., “Rapport de synthèse sur la citoyenneté administrative”, dans Annuaire Européen d’Administration publique, Presses Universitaires d’Aix–Marseille, Aix–en–Provence, 2020, pág. 202, quien recuerda además que esto no impide que se vaya más allá de los textos y que la ciudadanía administrativa se utilice para calificar el derecho de todos a participar en la vida de la Administración y en los procesos de toma de decisiones que se implementan a este nivel.
[5] Así, como explica el autor anteriormente citado, pág. 203, cabe distinguir entre quienes mantienen una teoría de los círculos, en la idea de alargamiento o extensión de la ciudadanía, y quienes, como Karl–Peter Sommerman son partidarios de la teoría de los estratos y entienden que la ciudadanía administrativa es una forma de profundización de la ciudadanía.
[6] Valga de ejemplo el trabajo del CONSEIL D’ÉTAT, La citoyenneté. Être (un) citoyen aujourd’hui, La Documentation Française, Paris, 2018.
[7] Así, como ya advirtiera DONIER V., “Les droits de l’usager et ceux du citoyen”, Revue Française de Droit Administratif, núm. 1, 2008, pág. 13, un primer paso en esta evolución se dio con la idea de usuario, demostrando así una emancipación del administrado respecto a la Administración, ya que deja de estar sometido a la acción administrativa y se convierte en su beneficiario.
[8] Precisamente como ha señalado DELPÉRÉE F., “Rapport de synthèse sur la citoyenneté administrative”, op. cit., pág. 201, dos fenómenos han dado a la ciudadanía nuevas dimensiones, el primero, que el Estado o la Nación ha dejado de ser el único punto de referencia, hoy hay una ciudadanía múltiple, una ciudadanía polifacética con varias caras; el segundo fenómeno es la ciudadanía europea, que no reemplaza la ciudadanía nacional, pero la completa.
[9] En palabras de CHEVALLIER J., “De l’Administration démocratiqueà la démocratie administrative”, Revue Française d’Administration Publique, núms. 137–138, 2011, págs. 217–227.
[10] Que a juicio de TESTARD CH., Pouvoir de décision unilatérale de l'administration et démocratie administrative, LGDJ, coll. Bibliothèque de droit public, vol. 304, Issy–les–Moulineaux Cedex, 2018, es entendida como el conjunto de normas que tienden a fomentar la participación de los ciudadanos en la elaboración de las decisiones administrativas
[11] En esta línea apunta tanto el CONSEIL D’ÉTAT, La citoyenneté. Être (un) citoyen aujourd’hui, op. cit., pág. 14, como CHEVALLIER J., “De l’Administration démocratiqueà la démocratie administrative”, op. cit., pág. 227; DUMONT G., La citoyenneté administrative, Université Panthéon–Assas Paris 2, 2002 (HAL Id: tel–01292880, https://hal.archives–ouvertes.fr/tel–01292880), pág. 367; o DEBAETS E., “Protection des droits fondamentaux et participation de l’individu aux décisions publiques”, Jurisdoctoria, núm. 4, 2010, pág. 175.
[12] Así, como indica OROFINO A. G., La trasparenza oltre la crisi. Acceso, informatizzazione e controllo cívico, Cacucci Editore, Bari, 2020, pág. 53, la representación y la soberanía popular, que encuentra un modo de expresión a través de ella, no terminan con la manifestación del sufragio, sino que impregnan cada momento de la vida institucional, refractándose en una multiplicidad de situaciones e instituciones que caracterizan profundamente el método democrático. Una Administración, por tanto, es democrática si es transparente, y si busca su legitimidad en la confrontación constante con los ciudadanos, y no sólo a través del vehículo electoral, o en el principio de legalidad, que tiene sus fundamentos dogmáticos en la representación política.
[13] Así, CHEVALLIER J., “De l’Administration démocratiqueà la démocratie administrative”, op. cit., págs. 219–222, habla de cuatro modelos: administración elegida, administración politizada, administración burocrática y administración democrática.
[14] Así, para PINEL F., La participation du citoyen à la décision administrative, Thèse, Droit, Université Rennes 1, 2018, pág. 20, uno de los atributos de la ciudadanía es el derecho a participar en la elaboración de las decisiones administrativas.
[15] Como ya indicara RIVERO J., “À propos des métamorphoses de l’administration d’aujoud’hui : démocratie et administration”, dans Mélanges René Savatier, Dalloz, Paris, 1965, págs. 821–833.
[16] DUPRAT J–P., “Ciudadanía administrativa y armonización de los sistemas de regulación en el acceso a la información”, en PIÑAR MAÑAS J. L. (Dir.), Transparencia, acceso a la información y protección de datos, REUS, Madrid, 2014, págs. 20–22.
[17] Y es que, como ha señalado BELRHALI H., “La nouvelle loi de simplification du droit, le rapport public 2011 du Conseil d'État et les consultations sur Internet”, Droit administratif, LexisNexis, 2011, comm. 81, los que se expresan en Internet son los que tienen interés en defender y dominar la herramienta.
[18] Como ha puesto de relieve FLAUSS J–F., “L'apport de la jurisprudence de la Cour Européenne des Droits de l'Homme en matière de démocratie administrative”, Revue Française d'Administration Publique, núms. 137–138, 2011/1, pág. 56. Piénsese también, por ejemplo, en la consulta previa o el trámite de información pública que en España se da respecto a la elaboración de las disposiciones de carácter general.
[19] Al que se refiere, por ejemplo, CLUZEL L., Le service public et l’exigence de qualité, Dalloz, Paris, 2006.
[20] A este respecto y sin que podamos entrar de lleno en la cuestión, por más que se trata de un debate enriquecedor, véanse, entre otros, TORNOS MAS J., “Las cartas de servicios”, QDL, Fundación Democracia y Gobierno Local, 10 de febrero de 2006, págs. 72–82. Sobre la calidad de los servicios cabe mencionar también a MATEO M., “El sistema administrativo clásico y su permeabilidad a los nuevos paradigmas de la calidad total”, Revista de Administración Pública, núm. 134, 1994, págs. 7–27.
[21] BAUDOT P–Y. et REVILLARD A., “Le Médiateur de la République : périmètre et autonomisation d'une institution”, Revue Française d'Administration Publique, núm. 139, 2011/3, págs. 339–352.
[22] Véanse a este respecto, entre otros, RUI S., La démocratie en débat : les citoyens face à l’action publique, A. Collin, Coll. Sociétales, 2004; REVEL M., Le débat public : une expérience française de démocratie participative, La Découverte, Coll. Recherches, 2007; CHEVALLIER J., “Le débate public en question”, dans Pour un droit commun de l’environnement. Mélanges Prieur, Dalloz, Paris, 2007, págs. 489 y ss.
[23] Así, por ejemplo, en Francia cabe mencionar la Commission nationale du débat public; los États généraux para grandes debates nacionales en cuanto al desarrollo de políticas sectoriales, las conférences de citoyens para las opciones científicas y técnicas, etc.
[24] Como se verá, la doctrina no siempre se pone de acuerdo respecto a si la fase de deliberación previa es o no participación, aquí se entiende que sí, que desde una perspectiva amplia la participación comprende diversos momentos y mecanismos, así va desde la deliberación en que se define el propio interés público o bien común, hasta la evaluación ex post de las políticas públicas, pasando por la toma de decisiones en sentido estricto. Sin embargo, para COTINO HUESO L., “Derecho y “gobierno abierto”. La regulación de la transparencia y la participación y su ejercicio a través del uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales por las Administraciones públicas: propuestas concretas”, Revista Aragonesa de Administración Pública, núm. Extraordinario, 2013, pág. 79, la evaluación no es estrictamente un elemento de participación, aunque sí un elemento de gobierno abierto.
[25] Precisamente en este ámbito, el de los servicios públicos, es muy relevante la participación de los ciudadanos, por ejemplo, opinando sobre las necesidades y el modo de cubrirlas, en esta línea apunta la denominada co–creación y, en particular, la innovación. Se trata del diseño basado en las personas. Además de instrumentos como la innovación colaborativa Crowdsourcing, procesos de co–creación de valor público, puestos en marcha, por ejemplo, en Finlandia, como recuerda LONGO MARTÍNEZ F., “La Administración Pública en la era del cambio exponencial. Hacia una gobernanza exploratoria”, Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas, núm. especial, 3/2019, pág. 62.
[26] Así, para CHEVALLIER J., “La transformation de la relation administrative : mythe ou réalité ?”, Recueil Dalloz, Dalloz, 2000, pág. 578, la ciudadanía administrativa vino a integrar la relación administrativa en todas sus dimensiones. Si bien para otros autores, como DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit, pág. 14, esa idea es contraria a la concepción misma de ciudadanía imperante hasta entonces en Francia, dado que en este sistema se ha tendido siempre a diferenciar entre los derechos humanos y los derechos de los ciudadanos, a diferencia de otros como el Reino Unido. Para este autor si bien es difícil considerar que el ciudadano sustituye al administrado como sujeto de la relación administrativa, sí es posible considerar que los derechos del ciudadano encuentran una extensión en la relación administrativa; la ciudadanía tendría así una dimensión administrativa y la relación administrativa.
[27] Hoy debe tenerse en cuenta el Code des relations entre le public et l'administration, aprobado por la Ordonnance N° 2015–1341 du 23 octobre 2015 relative aux dispositions législatives du code des relations entre le public et l'administration, JO, N° 0248, 25 octobre 2015, pág. 19872, texte N° 2, que en cierto modo viene a sustituir el termino ciudadano por el de público, tal y como ha puesto de manifiesto PINEL F., La participation du citoyen à la décision administrative, op. cit., págs. 19–20. En relación con esta cuestión resulta de interés también lo dicho por CHEVALLIER J., “Le “public” du code”, dans G. KOUBI, L. CLUZEL–MÉTAYER, W. TANZANI, Lectures critiques du Code des relations du public avec l’administration, Lextenso, 2018, págs. 127–140, quien en la pág. 131 explica que la elección del término "público" se justificó por la preocupación por captar la diversidad de situaciones en las que las personas físicas o jurídicas entran en contacto con las Administraciones, sin ser en absoluto excluyente de otras referencias.
[28] Así, por ejemplo, en la citada Ley se menciona el término ciudadano en veintiún ocasiones y en una se emplea la palabra ciudadana, sin embargo, no se explicita el cambio indicado ni todas sus implicaciones.
[29] Por ejemplo, cuando habla en el art. 312 del contrato de servicios con prestaciones directas a la ciudadanía.
[30] En cuanto a la doctrina cabe destacar la francesa que, sí se ha hecho eco expreso de este cambio, por ejemplo, los autores ya citados, entre otros, CHEVALLIER o DUMONT, mientras que quizás ha tenido menor reflejo en la doctrina española, donde hay algún trabajo aislado como el de LÓPEZ MENUDO F., “Del administrado al ciudadano: cuarenta años de evaluación”, op. cit.
[31] En efecto, como indicara DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit., pág. 6, La ley del 12 de abril de 2000, significativamente dedicada a "los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con las administraciones", consagra esta asimilación: a partir de ahora, la Administración ya no debe dirigirse a los administrados o usuarios, sino a los ciudadanos.
[32] DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit., págs. 666–667.
[33] A este respecto y sin que podamos detenernos ahora en ello, cabe recordar la diferencia fundamental entre la consulta y la participación estrictamente, pues la primera se vincula a una fase previa y, por ende, supone incluso que la determinación del interés general ya no está exclusivamente en manos de la Administración, mientras que la segunda se refiere a la participación en sentido estricto, dentro del procedimiento de toma de decisiones. Así, como recuerda el Conseil d’État, La citoyenneté. Être (un) citoyen aujourd’hui, op. cit., págs. 224–225, los procedimientos formales de toma de decisiones en la democracia representativa tienden cada vez más a ir acompañados de un momento deliberativo previo, pues antes de que se decidan las directrices es necesario comparar las diferentes formas de formular los problemas, explicar las preferencias y prohibiciones de los actores sociales, revelar las áreas de aceptabilidad y las áreas de compromiso. Téngase en cuenta también que lo que es deliberativo es el procedimiento o proceso de toma de decisiones, pero no la decisión en sí misma, así la "administración deliberativa" se define como la observancia de procedimientos que aseguren la contribución abierta de los ciudadanos al desarrollo de la política pública, como bien recuerda el CONSEIL D’ÉTAT, Consulter autrement, participer effectivement, La Documentation Française, Paris, 2011, pág. 91.
[34] ROUSSEAU D. (Dir.), La démocratie continue : actes du colloque de Montpellier, LGDJ–Bruylandt, Paris–Bruselas, 1995.
[35] RIVERO J., “Introduction”, dans DELPÉRÉE F. (Dir.), La participation directe du citoyen à la vie politique et administrative, Bruylant, Bruxelles, 1986, pág. 15.
[36] A los que ya se refiriera TRUCHET D., “Le point de vue du juriste : personnes, administrés, usagers, clients ?”, dans Administration : Droits et attentes des citoyens. Colloque de l’IFSA, La documentation française, Paris, 1998, pág. 26.
[37] Esa conexión entre servicios públicos y ejercicio de la ciudadanía ya había sido apuntada en cierto modo por DUGUIT L., Traité de Droit constitutionnel, T. 2: La Théorie générale de l’État, De Boscard, Paris, 1928, pág. 59; y HAURIOU M., Précis de droit administratif et de dorit public, 10e ed., Sirey, Paris, 1921, pág. 3.
[38] En este caso, y con independencia de que la toma de decisiones pueda quedar en manos de la Administración, la inclusión de la participación de los ciudadanos en la fase previa de fijación del interés general supone que esta ha perdido el monopolio de la construcción del mismo, si bien, a nuestro juicio, esa consulta en la fase de deliberación no ha tenido el mismo desarrollo en todos los países, lo que tiene importantes consecuencias, pues no es lo mismo que la ciudadanía participe en la propia definición de qué es de interés general, que solo lo haga cuando ya los poderes públicos han elegido los temas objeto de decisión, es decir, cuando ya lo han definido. Así, por ejemplo, en nuestro sistema cuando se somete una norma a consulta previa ya se ha decidido por el poder público el objeto de la regulación, así como una idea mínima de su contenido, al menos, sobre qué debe versar, sin olvidar, además, la escasa e insuficiente participación en este tipo de consultas.
[39] Como recuerda DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit., págs. 14–15.
[40] BARNÉS J., “Buena administración, principio democrático y procedimiento administrativo”, Revista Digital de Derecho Administrativo, núm. 21, 2019, págs. 77–123, pág.81.
[41] DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit., pág. 18. En particular, el citado autor señala tres tipos de derechos que pertenecen a los ciudadanos en sus relaciones con la Administración, a saber, en primer lugar, los derechos del ciudadano son aquellos que, de acuerdo con la definición de ciudadanía, implican al individuo en el ejercicio del poder administrativo: los derechos de participación, siempre que asocien realmente al administrado con el poder administrativo, pueden considerarse una consecuencia de la condición de ciudadano. De otro lado, si la ciudadanía significa también que la Administración debe proporcionar al ciudadano los medios para ejercerla, entonces los derechos que permiten al ciudadano ejercerla, es decir, principalmente el derecho de acceso a la Administración y a la Ley, deben considerarse en segundo lugar como derechos de los ciudadanos. Por último, el hecho de que se considere al ciudadano como tal le confiere un derecho de control sobre el funcionamiento de la Administración, a través de la transparencia administrativa, pero también a través de un conjunto de derechos que traducen concretamente la obligación de rendir cuentas a los ciudadanos que pesa ahora sobre las autoridades administrativas.
[42] Como indicara, aunque sin mención expresa al concepto de buena administración, DUMONT G., La citoyenneté administrative, op. cit., pág. 367.
[43] Ibidem, pág. 666.
[44] Esta idea fue expuesta ya por CHARDON H., Le povoir administratif, 2e ed., Librairie académique Perrin, Paris, 1912, págs. 11–12.
[45] Como ya se ha puesto de manifiesto en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., De la función consultiva clásica a la buena administración. Evolución en el Estado Social y Democrático de Derecho, Marcial Pons, Madrid, 2021.
[46] Destacando, sin lugar a dudas, el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, respecto al cual cabe remitirse a lo dicho en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., “La apuesta europea por una buena administración: implicaciones y estado de la cuestión”, en ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA P. (Dir.), Una contribución a la europeización de la ciencia jurídica. Estudios sobre la Unión Europea. Homenaje de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo al Profesor Gil Carlos Rodríguez Iglesias, Thomson Reuters, Navarra, 2019, págs. 613–629.
[47] Así, por ejemplo, en los años 2006 y 2007 se modificaron algunos Estatutos de Autonomía en este sentido, mencionando incluso de forma expresa el derecho a una buena administración, como, por ejemplo, el art. 9.2 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, el art. 30 de la redacción actual del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el art. 14.2 del Estatuto de Autonomía de las Islas Baleares, art. 31 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, el art. 12 del Estatuto de Autonomía de Castilla y León o el Estatuto de Autonomía de Canarias, reformado por la Ley Orgánica 1/2018, de 5 de noviembre, de reforma del Estatuto de Autonomía de Canarias, que recoge el derecho a una buena administración en el art. 32.
[48] En concreto, en cuanto a la libertad de pactos, en el art. 34 habla de los principios de buena administración.
[49] Si bien es cierto que, como se expondrá más detenidamente, hay quien ha hecho un auténtico esfuerzo por buscar una noción de buena administración que dé contenido y utilidad a la misma, como es el caso de la autora francesa Rhita Bousta, quien ofrece una visión restrictiva de esta figura, que en gran medida se comparte en este trabajo. Véase a este respecto, especialmente su tesis, BOUSTA R., Essai sur la notion de bonne administration en Droit public, L’Harmattan, Paris, 2010.
[50] Así, desde la sentencia del Tribunal de Justicia de 11 de febrero de 1955, Industrie Siderurgiche Associate (ISA) contra la Alta Autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, asunto 4–54 (ECLI:EU:C:1955:3), en cuyo apartado 6º se mencionan las reglas de buena administración, hasta la actualidad, se ha producido una abundante jurisprudencia comunitaria al respecto, valga mencionar algunas resoluciones a modo de ejemplo, como la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 9 de noviembre de 1994, Scottish Football Association/Comisión de las Comunidades Europeas, asunto T–46/92 (ECLI:EU:T:1994:267), o del mismo Tribunal la de 6 de julio de 2000, Volkswagen AG/Comisión de las Comunidades Europeas, asunto T–62/98 (ECLI: EU: T: 2000: 180), donde se vincula el principio de buena administración con la obligación de motivación de los actos y con el derecho a la audiencia; la sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 27 noviembre 2001, Z/Parlamento, asunto C–270/99 P (ECLI:EU:C:2001:639), en la que se afirma que el principio de buena administración consiste en la obligación de tramitar el procedimiento disciplinario con diligencia y actuar de modo que cada acto de procedimiento se realice dentro de un plazo razonable en relación con el acto precedente; la sentencia del mismo Tribunal de 9 septiembre 2009, Territorio Histórico de Álava – Diputación Foral de Álava y otros/Comisión de las Comunidades Europeas, asuntos T–30/01 a T–32/01 y T–86/02 a T–88/02 (ECLI:EU:T:2009:314), donde se trata el tema de este principio conectado con el elemento de plazo razonable, la sentencia del Tribunal General de la Unión Europea de 19 abril 2016, Bruno Costantini/Comisión Europea, asunto T–44/14 (ECLI:EU:T:2016:223); la sentencia del Tribunal de Justicia (Gran Sala), de 4 de abril de 2017, asunto C–337/15 P (ECLI:EU:C:2017:256), la sentencia del Tribunal de Justicia (Sala Sexta), de 22 de noviembre de 2017, asunto C–691/15 P (ECLI:EU:C:2017:882), la sentencia del Tribunal General de la Unión Europea, de 16 de enero de 2019 asunto C–265/17 P, Comisión contra United Parcel Service (ECLI:EU:C:2019:23), la sentencia del Tribunal de Justicia (Sala Segunda), de 14 de mayo de 2020, Caso Agrobet CZ s. r. o. contra Finan?ní ú?ad pro St?edo?eský kraj, ECLI:EU:C:2020:369, o la del Tribunal de Justicia (Sala Primera), de 25 de junio de 2020, Caso SC contra E.K., ECLI:EU:C:2020:505, entre muchas otras.
[51] Respecto a la importante labor que esta figura desempeña, especialmente, en cuanto al logro de una buena administración, véase, por ejemplo, FERRER JEFFREY B., “Presente y futuro del Defensor del Pueblo Europeo, guardián de la buena administración”, Revista de Derecho de la Unión Europea, núm. 3, 2002, págs. 341–353.
[52] En cuyo estudio no podemos detenernos en este trabajo, por razones evidentes de extensión, pero que sí son tratados con mayor detenimiento en otros trabajos realizados al respecto.
[53] Entre la doctrina italiana cabe mencionar, entre otros, CASSESE S., “Il diritto alla buona amministrazione”, Relazione alla “Giornata sul diritto alla buona amministrazione” per il 25º aniversario della legge sul “Síndic de Greuges” della Catalogna, Barcelona, 2009; del mismo autor “Sulla buona amministrazione e sulle riforme”, Conclusioni del Convegno annuale Aipda su Antidoti alla cattiva amministrazione: una sfida per le riforme, Università di Romatre, Roma, 2006; SORACE D., “La buona amministrazione e la qualità della vita, nel 60º aniversario della Costituzione”, Relazione al Convegno della rivista “Constituzionalismo.it”: La Constituzione ha 60 anni: la qualità della vita sessant’anni dopo, Ascoli Piceno, 2002, o con anterioridad FALZONE G., Il dovere di buona amministrazione, Giuffrè, Milano, 1953, o incluso, antes el ya mencionado trabajo de RESTA R., “L’onere di buona amministrazione”, in Scritti giuridici in onore di Santi Romano, vol. II, Padova, Cedam, 1940, págs. 104 y ss. Así como el estudio en general del art. 97 de la Constitución italiana, por cuanto habla del buen funcionamiento de la Administración, por ejemplo, el realizado por CARANTA R., “Art.97”, in BIFULCO R., CELOTTO A. e OLIVETTI M., Commentario alla Costituzione, vol. II, Utet Giuridica, Milano, 2006, págs. 1889–1908.
[54] Tal y como ya dijeran FUENTETAJA PASTOR J. A. y GUILLÉN CARAMÉS J., La regeneración de la Administración Pública en Gran Bretaña, Civitas, Madrid, 1996, págs. 191–192.
[55] Si bien dicha figura encuentra un origen más remoto en Suecia y se ha extendido a un gran número de países tanto en Europa, así, por ejemplo, en Francia se reformó la Constitución en 2008 para introducir la figura del Défenseur des Droits, en su art. 71, creándose en 2011, por la Loi organique N° 2011–333 du 29 mars 2011 relative au Défenseur des droits. Si bien ya existía desde 1973 como Médiateur de la République, respecto al cual puede verse, entre otros, MÉNIER J., “La place du Médiateur dans la politique de réforme administrative (1970–1980)”, Revue Internationale des Sciences Administratives, núm. 4, 1981, págs. 312–324. Con carácter general esta figura, que se ha extendido, como se ha visto en muchos otros sistemas, se ha definido por la doctrina, en concreto, por BOUSTA R., “Contribution à une définition de l'Ombudsman”, Revue Française d'Administration Publique, núm. 123, 2007, pág. 397, “como una institución responsable del control independiente de la acción de la Administración por para poner fin a un conflicto de intereses entre la administración y los ciudadanos, mediante una poder de recomendación y propuesta de reforma sin fuerza coercitiva”, si bien, la misma autora pone de manifiesto los diversos contextos en que estas figuras se crean.
[56] En concreto, el citado Decano de Toulouse en su comentario a la decisión del Conseil d’Etat, 29 mars 1901, Casanova, requête num. 94580, rec. pág. 333, que puede consultarse en HAURIOU M., “La recevabilité du recours d’un contribuable contre une délibération du conseil municipal intéressant les finances de la commune, Note sous Conseil d'Etat, 29 mars 1901, Casanova, S. 1901.3.73”, Revue générale du droit, núm. 13296, 2014 (www.revuegeneraledudroit.eu/?p=13296); afirma que: “el Consejo de Estado reanuda su verdadero papel, que no es el de un juez encargado únicamente de asegurar la aplicación de las leyes, sino la de un juez encargado de asegurar la buena administración. Y eso no es lo mismo, porque la buena administración no se decreta por los textos de las leyes, ni siquiera los más cuidadosamente redactados”. Además, conecta la buena administración con la potestad discrecional, que es inseparable de la Administración activa, cuando habla del recurso por exceso de poder, precisamente como medio de buena administración.
[57] Así, en palabras de DELVOLVÉ P., “Le droit à une bonne admninistration”, Jus Publica In Extenso, 2013, (http://lexpublica.over–blog.com/2013/12/le–droit–%C3%A0–une–bonne–administration–_–par–pierre–delvolv%C3%A9.html), se trata de un derecho nuevo en su formulación pero no en su existencia.
[58] En la línea apuntada por MATILLA CORREA A., La buena administración como noción jurídico–administrativa, Dykinson, Madrid, 2020, págs. 30–34.
[59] Como se expondrá más detenidamente, aquí, a diferencia de la mayoría de autores, se considera que la buena administración no es una cuestión que debe contemplarse únicamente desde la perspectiva del ciudadano y sus derechos, sino que impregna toda la actuación de la Administración.
[60] Sobre los diversos tipos de estándares en la Unión Europea, donde se destaca la importancia precisamente de las nociones y su papel de equilibrio en la Unión Europea, cabe mencionar la tesis de BERNARD E., La spécificité du standard juridique en droit communautaire, Bruylant, Bruxelles, 2010, donde la autora clasifica precisamente la buena administración dentro de los estándares transpuestos, a través de una mera adaptación comunitaria.
[61] Así, puede comprobarse que dentro de sus ámbitos de actuación se encuentran: la transparencia, rendición de cuentas y toma de decisiones incluyente, ética, gestión de los fondos públicos de la Unión Europea, derechos fundamentales, procedimientos y prácticas administrativas y cuestiones relativas al personal de la Unión Europea. Sin olvidar la relevancia que ha tenido en la buena administración, el Código de Buena Conducta Administrativa –el actual es de 2005, mientras que el anterior fue aprobado por resolución de 6 de septiembre de 2001–.
[62] En esta dirección apunta STREHO I., “La bonne administration dans l’Union européenne. Vers une culture de service pour les institutions européennes”, dans Réformer l’Europe, Revue de l’OFCE, núm. 134, 2014, pág. 75.
[63] BOUSTA R., Essai sur la notion de bonne administration en Droit public, op. cit.
[64] Más recientemente también en BOUSTA R., “Pour une approche conceptuelle de la notion de bonne administration”, Revista digital de Derecho administrativo, núm. 21, 2019, pág. 23.
[65] CHEVALIER E., Bonne administration et Union européennne, Bruylant, Bruselas, 2014. Véase también a este respecto AUBY J–B. et DUTHEIL DE LA ROCHÈRE J.,Traité de droit administratif européen, 3ème éd., Bruylant, Bruxelles, 2021; o CHITI M., Diritto amministrativo europeo, seconda edizione, Giuffrè Editore, Milano, 2018.
[66] Valga mencionar la idea de SOMMERMANN K–P., “Die Entwicklung einer europäischen Verwaltungskultur”, in MONTORO I CHINER, M. J. y otros, Les administracions en perspectiva europea, Escola d’Administració Pública de Catalunya, 2021, págs. 55–74, en cuanto a la integración mediante el Derecho. También GRZESZICK B., “Das Grundrecht auf eine gute Verwaltung – Strukturen und Perspektiven des Charta–Grundrechts auf eine gute Verwaltung”, EuR Europarecht, Vol. 41, 2006, págs. 161, habla de una comunidad basada en el Derecho al referirse a la Unión Europea; o GUNDEL J., “Der beschränkte Anwendungsbereich des Charta–Grundrechts auf gute Verwaltung: Zur fortwirkenden Bedeutung der allgemeinen Rechtsgrundsätze als Quelle des EU–Grundrechtsschutzes”, EuR Europarecht, 2015, pág. 90, que precisa que a pesar de que la Carta va dirigida a las instituciones de la Unión Europea, los Estados están obligados a respetar los derechos fundamentales de la UE como principios generales del Derecho en el ámbito de aplicación del Derecho de la UE y, además, las obligaciones previstas en el párrafo 3 del art. 4 del TUE intervienen de forma paralela; siendo además evidente la presión normativa para lograr resultados uniformes en los ámbitos de la autoadministración de la UE y la aplicación por parte de los Estados miembros. En la misma línea, CUCULOSKA I., “The scope of application of the charter's right to good administration of the European Union”, Journal of Liberty and International Affairs, núm. 3, 2018, https://nbn–resolving.org/urn:nbn:de:0168–ssoar–56106–3, pág. 26, afirma la existencia de una tendencia a aplicar a las Administraciones nacionales los mismos requisitos que debe cumplir la Administración europea en cuanto a las garantías procedimentales relacionadas con la actividad administrativa cuanto actúa dentro del ámbito de aplicación del Derecho de la UE; indicando también que la Carta forma parte del acervo comunitario y que todas las autoridades públicas de la UE, tanto las europeas como las de los Estados miembros, deben actuar de forma que respeten los derechos fundamentales consagrados a nivel europeo. Incluso en las Explicaciones sobre la Carta de los Derechos Fundamentales (2007/C 303/02), en cuanto al art. 41, se comienza diciendo que este precepto se basa en la existencia de la Unión como una comunidad de Derecho.
[67] En esta cuestión cabe destacar la idea expuesta recientemente por VAQUER CABALLERÍA M., “Corrupción pública y ordenamiento jurídico”, en VILLORIA MENDIETA M., GIMENO FELIÚ J. Mª. y TEJEDOR VIELSA J. C. (Dirs.), La corrupción en España: ámbitos, causas y remedios jurídicos, Atelier, Barcelona, 2016, pág. 127, “La ética pública puede normativizarse, pero no se reduce al ordenamiento jurídico. Por esta razón, la legislación puede ser un instrumento para combatir la corrupción, pero no puede erradicarla por sus solos medios”.
[68] NIETO A., La “nueva” organización del desgobierno, 3ª ed., Ariel, Barcelona, 2003, pág. 147.
[69] Así, SIMON H. A., Administrative behavior: a study of decision making processes in administrative organizations, 2ª ed., The Free Press, New York, 1957, págs. 38–39.
[70] Así, por ejemplo, a juicio de CASSESE S., “Il diritto alla buona amministrazione”, op. cit.9, pág. 3, este precepto constitucional implica la consagración de los principios de imparcialidad y buena administración.
[71] Como bien explica VESE D., “L’efficienza dell’organizzazione amministrativa come massimizzazione dei diritti fondamentali”, P.A. Persona e Amministrazione, Università degli Studi di Urbino Carlo Bo, núm. 1, 2019, págs. 279–363.
[72] Así, por ejemplo, en la elección entre la prestación directa o indirecta de los servicios públicos, como ya se ha tenido ocasión de exponer en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., “La buena administración en la gestión de los servicios públicos” en TOLIVAR ALAS L. y CUETO PÉREZ M. (Coord.), La prestación de servicios socio–sanitarios: Nuevo marco de la contratación pública, Tirant lo Blanch, Valencia, 2020, págs. 171–200.
[73] Ponderación adecuada y diligencia debida de la que habla el TS, Sala de lo Contencioso–administrativo, en sus sentencias de 23 de julio de 2015, ECI:ES:TS:2015:3601 y de 20 de noviembre de 2015, ECI:ES:TS:2015:5342.
[74] En relación con este derecho fundamental, véanse, por ejemplo, TOMÁS MALLÉN B., El derecho fundamental a una buena administración, INAP, Madrid, 2004; o JACQUÉ J–P., “Le droit à une bonne administration dans la charte des droits fondamentaux de l’Union européenne”, Revue Française d’Administration Publique, núms. 137–138, 2011, págs. 79–83.
[75] Respecto a la formación del derecho a una buena administración en la Unión Europea, véase lo dicho en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., “La apuesta europea por una buena administración: implicaciones y estado de la cuestión”, op. cit.
[76] Como bien explica PLOHMANN M., “Das Recht auf eine gute Verwaltung gemäß Art. 41 der Charta der Grundrechte der Europäischen Union”, Walter Hallstein–Institut für Europäisches Verfassungsrecht, Humboldt–Universität zu Berlin, 2014.
[77] Debe tenerse en cuenta la particularidad de la ausencia de un procedimiento administrativo europeo, a este respecto destacar el trabajo realizado por un grupo de investigadores europeos, MIR PUIGPELAT O. y SCHNEIDER J–P. (Dirs.), Código ReNEUEL de procedimiento administrativo de la Unión Europea, INAP, Ulzama, 2015.
[78] Así, a juicio de RODRÍGUEZ–ARANA J., “La buena Administración como principio y como derecho fundamental en Europa”, Revista de Derecho y Ciencias Sociales, núm. 6, 2013, pág. 26, “una buena Administración es la que sirve objetivamente a la ciudadanía, sometida a una serie de principios, y que se orienta continuamente al interés general, el cual, en el Estado Social y Democrático de Derecho en que vivimos, reside en la mejora permanente e integral de las condiciones de vida de las personas”. No obstante, como se ha insistido aquí, esto no puede implicar la limitación a la única perspectiva de la satisfacción del ciudadano, sino que es clave el equilibrio entre el interés general y el interés particular.
[79] Así, por ejemplo, desde una visión amplia de la buena administración, PIERRE DELVOLVÉ entiende que la exigencia de la misma es "una forma de administración que toma en consideración los derechos de las personas, al mismo tiempo que le suministra un servicio público eficiente gracias a métodos de gestión adecuados, que favorezcan un enfoque pluralista e interactivo de la toma de decisiones", tal y como lo manifestó en “Rapport général”, dans À la recherche d’une bonne administration, Actes de la confeénce des 29–30 novembre 2007, Varsovie, (non publié), Conseil de l'Europe, www.coe.int/, y lo recoge CHEVALIER E., Bonne administration et Union européennne, op. cit., pág. 23.
[80] Recuérdese que, como bien ha dicho el Tribunal Supremo, en el F. J. Quinto de su sentencia de 19 de diciembre de 2013 (Ar. 8220), recurso de Casación núm. 1240/2002, la equidad, según establece el art. 3.2 del Código Civil, “es un criterio de interpretación e integración extensible a la aplicación de cualquier norma jurídica; un criterio que, según ha subrayado la mejor doctrina, pretende humanizar y flexibilizar la aplicación individualizada de las normas jurídicas cuando el resultado de su estricta observancia, en el contexto de las singulares circunstancias concurrentes, pueda resultar contrario a otros principios o valores del ordenamiento jurídico”.
[81] En cuanto al procedimiento administrativo y la buena administración, cabe destacar especialmente el trabajo del profesor BARNÉS J., “Buena administración, principio democrático y procedimiento administrativo”, op. cit., págs. 77–123.
[82] Recuérdese, como hace CASSESE S., “Il diritto alla buona amministrazione”, op. cit., pág. 1, que el entonces Defensor del Pueblo Europeo, Jacob Söderman, en su intervención en la convención organizada para elaborar la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, el 2 de febrero de 2000, afirmó respecto al derecho a una buena administración que: “incluir este derecho en la Carta podría tener una amplia repercusión en todos los Estados miembros actuales y futuros contribuyendo a hacer del siglo XXI el siglo de la buena administración”.
[83] O en palabras de otros autores “paraguas”, tal y como recoge en su tesis MASSARI G., L’influenza del Diritto dell’Unione europea sull’azione amministrativa nazionale, tesi presentata all'Università di Bologna, 2016, pág. 77.
[84] CASSESE S., “Il diritto alla buona amministrazione”, op. cit., págs. 6–8.
[85] Así, como afirma PÉREZ FERNANDES S., Os atributos de una ciudadanía administrativa na Carta dos Direitos Fundamentales da União Europeia, UNIO, E–Book, Vol. I, Universidade do Minho, Centro de Estudos em Dereito da União Europeia (CEDU), 2016, págs. 13–34, la Carta –además de consagras estos derechos como fundamentales–, permite que sean calificados como derechos de ciudadanía.
[86] En relación con este tema, ya he tenido ocasión de exponer la evolución de esos intentos en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., “La apuesta europea por una buena administración: implicaciones y estado de la cuestión”, op. cit.
[87] Respecto a la buena administración y el citado Código véase, entre otros, MENDES J., Good Administration in EU Law and the European Code of Good Administrative Behaviour, European University Institute, Badia Fiesolana, 2009.
[88] En línea con ello, BOUSTA R., Essai sur la notion de bonne administration en Droit public, op. cit., pág. 350, sostiene que no implica solo el respeto al principio de legalidad, incluye también los métodos, las técnicas o los instrumentos de juicio en ese control, por tanto, la noción de buena administración puede influir en el control de legalidad, pero a diferencia de las normas no se integra el principio de legalidad, y es que la legalidad incluye también no solo las normas sino también las nociones que le dan coherencia sistemática o explicativa.
[89] En cuanto a dicho parámetro de control, por ejemplo, la sentencia del TS, Sala de lo Contencioso–administrativo, de 18 de noviembre de 2013, ECI:ES:TS:2013:5575.
[90] En la misma línea se manifiesta la autora BOUSTA R., “La polisemia del derecho a una buena administración: Análisis crítico de los ordenamientos europeo y español”, Revista de la Facultad de Derecho de México, Tomo LXX, núm. 276, enero–abril 2020, págs. 199–230 (http://dx.doi.org/10.22201/fder.24488933e.2020.276–1.75084).
[91] Sin embargo, pueden encontrarse también textos anteriores en que se habla de buena administración en relación con este recurso, por ejemplo, CRUET J., Étude juridique de l'arbitraire gouvernemental et administratif : des cas où l'autorité gouvernementale et administrative n'est pas tenue, sous des sanctions efficaces, de respecter les droits individuels et la légalité, Librairie Nouvelle de Droit et de Jurisprudence, Arthur Rousseau, Paris, 1906, pág. 226.
[92] HAURIOU M., La jurisprudence administrative de 1892 à 1929. D'apres les notes d'arrets du recueil sirey réunies et classées, Tome Deuxième, Libraire du Recueil Sirey, Paris, 1929, pág. 725.
[93] HAURIOU M., La jurisprudence administrative de 1892 à 1929. D'apres les notes d'arrets du recueil sirey réunies et classées, Tome Deuxième op. cit., pág. 229. La importancia del papel del Conseil d’État, que no olvidemos que en Francia es la cúspide de la pirámide en el control jurisdiccional contencioso–administrativo, se ensalzó también por seguidores de Hauriou como WELTER H., Le Contrôle juridictionnel de la moralité administrative: étude de doctrine et de jurisprudence, Recueil Sirey, Paris, 1929, pág. 23.
[94] A la que se refirió también BASSOLS COMA M., “El principio de buena administración y la función fiscalizadora del Tribunal de Cuentas”, en VVAA., El Tribunal de Cuentas en España, V. I, Dirección General de lo contencioso del Estado, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1982, pág. 271.
[95] Así, el citado autor francés entiende incluso que es necesario poner a salvo a la Administración Pública de los vaivenes electorales y de ser arrastrada por los intereses políticos, lo que, a su juicio, era una garantía de buena administración y a su vez una exigencia que derivaba de la misma. Véase HAURIOU M., La jurisprudence administrative de 1892 à 1929. D'apres les notes d'arrets du recueil sirey réunies et classées, Tome Deuxième, op. cit., pág. 230.
[96] Destaca la idea de buena administración respecto a funcionamiento administrativo, como actuar de la mejor manera posible empleando los medios disponibles para garantizar el fin perseguido, en HAURIOU M., La jurisprudence administrative de 1892 à 1929. D'apres les notes d'arrets du recueil sirey réunies et classées, Tome Troisième, Libraire du Recueil Sirey, Paris, 1929, pág. 568.
[97] Ibidem, pág. 300.
[98] Ibidem, pág. 187.
[99] Ibidem, pág. 299.
[100] Ibidem, pág. 562 y 563.
[101] HAURIOU M., La jurisprudence administrative de 1892 à 1929. D'apres les notes d'arrets du recueil sirey réunies et classées, Tome Première, Libraire du Recueil Sirey, Paris, 1929, págs. 621 y 622.
[102] Ya que no cabe ahora desarrollar esta cuestión, que puede verse más en extenso en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., De la función consultiva clásica a la buena administración. Evolución en el Estado Social y Democrático de Derecho, op. cit.
[103] En relación con este derecho en la Unión Europea, véase lo dicho en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª., “La apuesta europea por una buena administración: implicaciones y estado de la cuestión” op. cit.; y con carácter general en “La emergencia de la buena administración” Anuario de la red eurolatinoamericana de Buen Gobierno y Buena Administración, IJ Editores, Argentina, Red Eurolatinoamericana de Buen Gobierno y Buena Administración, 2020; y De la función consultiva clásica a la buena administración. Evolución en el Estado Social y Democrático de Derecho, op. cit.
[104] Tal y como ha sostenido el CONSEIL D’ÉTAT, Consulter autrement, participer effectivement, op. cit., pág. 92.
[105] La conexión entre ambos conceptos también ha sido apuntada por algún autor, como DELPÉRÉE F., “Rapport de synthèse sur la citoyenneté administrative”, op. cit., pág. 205, para quien la buena administración es condición necesaria para una buena ciudadanía.
[106] Respecto a la idea de ciudadanía digital véase lo dicho en MENÉNDEZ SEBASTIÁN E. Mª, y BALLINA DÍAZ J., “Digital citizenship: fighting the digital divide”, European Review of Digital Administration & Law (Erdal), 2021, Volume 2, Issue 1, págs. 149–155.